La era Trump y la embestida del aceleracionismo oscuro
La democracia es lenta porque requiere deliberación, regulación y rendición de cuentas. Por eso la combaten los oligarcas tecnológicos y el ultraliberalismo populista

Transcurridas unas pocas semanas desde la toma de posesión de Donald Trump, ya sabemos que su embestida contra lo que solemos llamar democracia es real y es frontal. También parece claro que el trumpismo es un fenómeno más complejo de lo que suponíamos (y de lo que inicialmente era). En su centro hay impulsos distintos y hasta contradictorios, como el nacionalpopulismo, el odio indisimulado a la política tradicional, un fuerte conservadurismo cultural y una concentración de poder político y económico (las nuevas oligarquías tecnológicas) como no se ha visto en más de un siglo. Y a través de esto último ha llegado lo que parece será fuerza determinante de la política que viene: la inédita amalgama, a través sobre todo de la figura de Elon Musk, entre una visión tecnocrática radical y el anarcocapitalismo más descarnado.
Es de este último vector de donde viene la mayor amenaza para la democracia. En los últimos años, Musk y otros destacados personajes de Silicon Valley (como Jeff Bezos, de Amazon, o Marc Andreesen, autor de un muy publicitado Manifiesto Tecnoptimista) han ido absorbiendo una extraña y hasta ahora muy minoritaria filosofía propuesta por autores como Nick Land o Curtis Yarvin. Es el llamado aceleracionismo, que Land ha etiquetado con una expresión tan hermosa como inquietante: la Ilustración oscura. En realidad se trata de una total negación de los valores de la verdadera Ilustración, con componentes transhumanistas (hibridación de humano y máquina) y tecnoapocalípticos. Llevando la tecnocracia a sus extremos más tóxicos, para Yarvin el Estado no ha de ser más que una gran corporación gestionada por un CEO-soberano, en la que la innovación y la eficiencia importan todo y la legitimidad, nada. Y una idea central: cuando la automatización ocupa el espacio, toda aceleración de la vida social es poca; la fuerza de la transformación tecnológica nos obliga a dejarnos arrastrar por ella hasta el final. ¿Qué ello llevará a una pérdida de control de los procesos económicos y sociales? Poco importa: recordemos lo que decía el piloto de automovilismo Mario Andretti: “Si todavía conservas la sensación de control, es que no vas lo suficientemente rápido”.
En realidad, la aceleración no es algo nuevo y desconocido. Al contrario, es una característica fundamental de la vida contemporánea. Fijada en los genes del capitalismo desde sus inicios, la velocidad creciente se ha convertido —rupturas tecnológicas mediante— en categoría central en la evolución económica de las últimas décadas. Aunque mejor sería hablar de desincronización, tal y como propone el filósofo alemán Harmut Rosa: si bien, como criterio general, es la dinámica más rápida la que tiende a imponerse, ello no ocurre con la misma intensidad en todos los ámbitos.
Por ejemplo, dentro de la economía, son muchos los sectores productivos que, a través de la revolución de la logística o de los hábitos de consumo, van “a otra velocidad”, pero es en las finanzas donde cada vez más una parte mayoritaria de las transacciones se resuelven en fracciones de segundo. Porque, si en las últimas décadas los mercados financieros, además de haber mudado en escala, han experimentado una verdadera metamorfosis, su cambio más radical y decisivo ha sido la aceleración creciente y casi inverosímil, a través de sistemas de negociación como los llamados de alta frecuencia (HFT, por sus siglas en inglés). Es probable que de todo ello hayan surgido algunas ganancias de eficiencia, pero lo seguro es que las tendencias hacia la inestabilidad, la impredecibilidad y, sobre todo, los horizontes cortoplacistas se han ido adueñando del escenario.
Pero la desincronización más grave es la que afecta a la relación entre economía, finanzas y política democrática. Porque la política tiende a ser lenta, mostrándose cada vez más inadaptada frente al frenesí de las decisiones económicas. Sus requisitos formales e institucionales, la necesidad de deliberación y rendición de cuentas exigen tiempo, pausa, otros ritmos. Es un choque que ha llevado a una doble realidad: por un lado, los gobiernos han afrontado el problema acelerando el funcionamiento del propio sistema político. Así, el peso de la deliberación es hoy menor que hace unas décadas y los órganos más rápidos han ganado protagonismo frente a los más lentos. Esa es una de las razones fundamentales que explica la preeminencia creciente del poder ejecutivo sobre el legislativo y, aun en mayor medida, la expansiva influencia de órganos no elegidos, como los bancos centrales, capaces de dar veloz respuesta a las dinámicas mutantes de los mercados. El gran interés que recientemente ha despertado la obra del teórico del derecho Carl Schmitt tiene que ver con su defensa radical del poder ejecutivo discrecional. Esa influencia la ha interpretado críticamente Francis Fukuyama a la luz de la presión de la velocidad: “un país autoritario como China podría hacer cambios radicales con rapidez (…) inconcebibles en una república constitucional como Estados Unidos”. No es difícil ver que velocidad y pulsión autoritaria guardan una relación profunda y oscura.
No pocos observadores han percibido en todo esto una las causas principales de la recesión democrática, visible por casi todas partes en los últimos años. Y aún así —y esta sería la segunda realidad preocupante— la política no deja de ir por detrás: es decir, corre y corre, se transforma en un sentido no precisamente virtuoso, pero no consigue adaptarse a las exigencias de unos sistemas tecnológicos y financieros decididamente volcados hacia el nanosegundo. Por mucho que se acelere, la democracia sigue pareciendo un lastre. Radica en todo ello una de las causas profundas del malestar contemporáneo. Ante la perturbadora presencia de tal frenesí disruptivo, la regulación pública es hoy más necesaria que nunca.
Lo que los aceleracionistas tecnológicos buscan es todo lo contrario. La velocidad del cambio aún no es suficiente. Porque la Ilustración oscura no disimula: lo que en último término propone es que nos olvidemos de esa antigualla de la democracia, que no sirve más que para frenar la innovación y, en último término, la flecha del progreso. Es imperativo sustituir los enrevesados —y lentos— procesos de decisión colectiva por el criterio del ingeniero o, aún mejor, el automatismo de la megamáquina. Las grandes corporaciones deben tomar el mando y todo lo que suene a un posible control social sobre la tecnología o las finanzas debiera ser erradicado. La asombrosa y expeditiva actuación de desmantelamiento de agencias federales por la DOGE de Musk, al margen de cualquier norma establecida, responde a esa lógica. Y con ese paisaje de fondo, la vieja y siempre despaciosa Europa, tan apegada a normas, procedimientos y valores forjados en un tiempo que ya no existe, aparece despreciada y dibujada en el centro de una diana a abatir.
¿Una aberración? Sí, sin duda, y un peligro de primer orden. Ya no es la broma de unos supuestos genios tecnológicos de garaje (“muévete rápido y rompe cosas”) sino un empeño abiertamente antidemocrático desde el centro del poder mundial, que desafía algunos logros civilizatorios de primer orden. Cierto que las comparaciones históricas a veces llevan a engaño. Pero no estará de más recordar que en 1909 se publicó el Manifiesto futurista, en el que se exaltaba “la belleza de la velocidad” partiendo de una célebre proclama: “un automóvil que parece correr sobre la metralla es más hermoso que la Victoria de Samotracia”. Su principal inspirador, F. Tommaso Marinetti, se entregó con armas y bagajes a la causa del fascismo poco después. Los nuevos escuadrones acaso llegan con sofisticadas formas de algoritmos y pantallas.
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