Contra el ‘antiwokismo’
La idea de que por todas partes nos acecha el poder de una minoría sirve para justificar ideológicamente el poder de la mayoría, o sea, el de siempre

El organizador de los Juegos Olímpicos de Tokio en 2021 afirmó que no se debía aumentar el número de mujeres en el comité organizador porque “las mujeres hablan mucho en las reuniones”. ¿Estamos una constatación sociológica o ante un modo de hablar ofensivo? El hecho de que exista un nuevo consenso social acerca de la igualdad de hombres y mujeres que implica un modo de referirse a ellas, ¿es una imposición injustificada o un valor que hay que proteger también evitando las formas de hablar que implican una falta de respeto y con las que se justifican ciertas exclusiones? Aquel varón habría sido hoy criticado y seguro que se defendería denunciando una persecución woke.
En ocasiones se critica el wokismo, no para impugnar alguna de sus exageraciones, sino con la intención de deslegitimar el cuidado a la hora de referirse a los demás y cuestionar la voluntad de inclusión. No hace falta estar de acuerdo con algunas de sus manifestaciones más exageradas para compartir el objetivo que anima la exigencia de respeto e igualdad. Comencemos analizando la maniobra: el antiwokismo exagera los peligros que para la libertad tiene una determinada cancelación y así minusvalora la falta de libertad estructural para las minorías que el wokismo quiere denunciar. De la anécdota se concluye en la categoría, con un par de exageraciones se pasa a ridiculizar todo un movimiento y, lo que es más importante, a minusvalorar el tipo de discriminaciones sobre las que trata de llamar la atención y combatir. En ocasiones la libertad de expresión que se reclama es selectiva y uno desea gozar del derecho a decir cualquier cosa, también en defensa de quienes sostenían un estado de cosas en el que ciertas personas no podían ejercer ese derecho. Por supuesto que silenciar a quienes sostienen ciertas opiniones ofensivas o excluyentes puede no ser la mejor medida para combatirlas, pero debe haber una posibilidad de impugnarlas, algo que cierto antiwokismo pretende impedir; quiere que no se cancele a quien ha gozado inveteradamente de la potestad de cancelar.
La crítica a la corrección política y a la cultura de la cancelación son solo marcos de combate estratégicos para la agenda conservadora de las nuevas derechas, cuya repetición ha conseguido que se instale incluso en buena parte del mainstream liberal. Se trata del típico conservadurismo que presenta como defensa de la libertad el mantenimiento de un statu quo que discrimina a tantas personas y grupos enteros. Se habla de la cultura de la cancelación para no tener que hablar de aquello que ese movimiento, con mayor o menor acierto, pretende superar. Los conservadores se escandalizan de que se haya cancelado a un autor que utilizaba en el pasado expresiones racistas sin que les escandalice la persistencia del racismo; critican lo que interpretan como una censura (en ocasiones lo es y sin ninguna justificación), pero parecen desconocer que ese arte cuya libertad ahora dicen defender ha estado siempre estructurado por normas que excluían por principio a muchas personas del mundo de la cultura. No se trata, por supuesto, de sustituir las cancelaciones de antes por otras, sino de que sea posible la crítica a cualquier intento de exclusión, incluido el que se esconde bajo la apariencia de normalidad.
El antiwokismo ha conseguido que en amplios sectores de la sociedad se instale un victimismo inverso que contradice la realidad constatable de la victimización. La crítica a la corrección política se presenta con una retórica victimista que defiende a la mayoría frente a la minoría. La inversión de los papeles de agresor y víctima es su operación más lograda. Determinados grupos se constituyen a partir de un agravio imaginario que no resiste un análisis ecuánime: hay quien lamenta, por ejemplo, un racismo contra los blancos que contradice cualquier estadística; otro ejemplo extravagante es el movimiento del celibato involuntario (incel), que reúne a hombres que se sienten discriminados por las mujeres; de un modo similar suele hablarse del fenómeno migratorio para instalar en la gente un sentimiento de miedo con una retórica belicista que convierte a las personas que huyen en soldados que atacan, a los desposeídos en poderosos.
La idea de que por todas partes nos acecha el poder de la minoría sirve para justificar ideológicamente el poder de la mayoría, o sea, el poder sin más, el de siempre, el más frecuente. Se invierte la situación habitual, que consiste en que las mayorías pueden imponerse a las minorías con más facilidad que al revés. Los nuevos defensores de las mayorías dan así a entender que todo el problema de las injusticias del mundo se debe a unas minorías que, a pesar de haber sido tradicionalmente excluidas y con menor poder que las mayorías, habrían conseguido ahora imponerse: los emigrantes son ahora poderosos invasores, las mujeres establecen un régimen de terror feminazi sobre los hombres, los homosexuales constituyen un lobby poderosísimo, las comunidades políticas sin Estado serían quienes están dictando la política estatal... No quiero decir que las minorías no puedan por principio realizar actos injustos, pero no debería estar focalizada en quienes podrían ejercer una dominación, sino en quienes, aunque solo sea por razones numéricas, la han ejercido casi siempre.
Los nuevos códigos lingüísticos establecen ciertas formas de hablar o denominar que pueden ser discutibles pero que generalmente suponen un progreso moral. La designación de las cosas y de las personas no es indiferente desde un punto de vista moral y democrático. Recientemente se modificó la Constitución para suprimir el término “disminuidos” y sustituirlo por “personas con discapacidad”. Solo un desalmado consideraría innecesario este cambio o dejará de lamentar que hayamos tardado tanto tiempo en ser conscientes del desprecio que se contenía en la anterior denominación. Tiene todo el sentido defender la “corrección” que quiere cambiar aquellos modos de hablar que implican una falta de reconocimiento y respeto hacia determinadas personas.
Pero es que además la crítica a lo políticamente correcto o a la cultura de la cancelación es muy selectiva; denuncia unas intromisiones y cancelaciones mientras ignora otras cuya única justificación es que son ancestrales. Esa nueva autolimitación debería ser comparada con la que sufrieron y sufren muchas personas pertenecientes a grupos marginalizados. A lo largo de la historia se han visto más obligados a callarse quienes pertenecían a ciertas minorías marginalizadas que quienes vivían en el seno de una cómoda mayoría. Es ridículo que los heterosexuales se quejen de sufrir ahora la misma discriminación que padecieron los homosexuales o que se pueda hablar de una situación de pánico entre los hombres ante las mujeres. El desvelamiento de injusticias en modos de decir y en prácticas que estaban tapadas o eran más o menos inconscientes en nuestras rutinas suele irritar a quienes seguían de manera acrítica tales rutinas. “Ya no se puede hacer chistes de nada”, pero no les parece mal que hasta ahora se haya podido hacer chistes de cualquier cosa. Conciben la libertad de expresión como un valor que sería más importante que superar el desprecio reflejado en esas burlas.
Tal vez uno de los éxitos más notables de las críticas al reconocimiento de la diversidad es que ha conseguido establecer una dramaturgia que les es muy favorable: describir la situación como el enfrentamiento entre los héroes de la sinceridad y una censura salvaje, el coraje contra la cobardía y la conformidad. Se exhiben como heterodoxia unas opiniones que no representan ninguna novedad, que forman parte de los viejos lenguajes de la marginación y el desprecio. No es la riqueza de la heterodoxia que se enfrentaría valientemente al monocorde pensamiento único, sino la defensa de una vieja hegemonía que se resiste a dar paso a la nueva diversidad y que no dudaría en imponerla en el futuro si consigue suprimir las actuales políticas inclusivas, del mismo modo que no le parecieron mal las exclusiones del pasado. Elon Musk llamó a “cancelar la cultura de la cancelación” con una retórica que le delata como partidario de utilizar los mismos procedimientos de aquello que pretende denunciar. El antiwokismo se está convirtiendo, a base de repetición, en una nueva forma de esa corrección política que denuncian y que se impone revestida de una retórica en favor de una libertad de expresión, de la suya.
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