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COLUMNA
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Las negociaciones

Si Estados Unidos abandona los conciertos y los acuerdos, si decide pelear por un proteccionismo cazurro, allá ellos. En Europa debemos seguir asociados a la cultura del pacto

El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, en la reunión de la Asociación Nacional de Gobernadores celebrada el viernes en la Casa Blanca.
El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, en la reunión de la Asociación Nacional de Gobernadores celebrada el viernes en la Casa Blanca.Craig Hudson (REUTERS)
David Trueba

La vida es una constante negociación. La más complicada de todas es la negociación con la realidad, porque siempre tiene planes para ti que no concuerdan ni con tus deseos ni con tus ideales. Las únicas personas que se acuestan satisfechas del día son aquellas que no se hundieron porque la negociación les obligara a rectificar o variar el plan trazado, sino que encontraron el acomodo en la casa ajena, en las condiciones adversas. En los últimos años, se ha impuesto un estilo negociador abismal y violento. El mejor ejemplo de ello, pues hace gala de ser un genial negociador, es el carácter disruptivo y desafiante de Trump. Pero muchos le precedieron. Detengámonos un instante a rememorar episodios que nos resultan familiares. A la hora de proclamar las listas electorales en las coaliciones partidistas, no es raro leer que el acuerdo se cierra de madrugada a pocos minutos de terminar el plazo oficial para las inscripciones. En la Liga de fútbol hay jugadores que se fichan y registran al filo del fin del tiempo legal. En las adquisiciones de empresas, los expertos cuentan que algunos negociadores gustan de llegar hasta el borde del acantilado antes de resolver la paz. Todas las guerras son un fracaso negociador, alguien estiró de más una cuerda y perdió el control. E incluso en el intercambio de rehenes por prisioneros que protagonizan los radicales israelíes y palestinos parece importar muy poco la vida truncada y el tiempo transcurrido, lo que se impone es la estrategia de venderse como ganador por encima del desprecio a la fragilidad de las vidas rotas.

Los europeos sabemos que la negociación es un estilo. Hemos construido una unión de casi treinta países que a veces provocan encierros de primeros ministros durante noches sin tregua para pactar un comunicado medido. Nos dicen que eso es horrible y poco práctico, pero en el fondo nos sentimos orgullosos de fomentar la obligación de acordar por unanimidad muchos detalles. La salida británica conocida como Brexit fue un desafío negociador brutal, pero los europeos fueron flexibles e inteligentes. Ahora que llega algo parecido que podríamos llamar el USexit toca dominar los impulsos. Si Estados Unidos abandona los conciertos y los acuerdos, si decide pelear por un proteccionismo cazurro e impracticable en el siglo que vivimos, allá ellos. Nosotros debemos seguir asociados a la cultura del pacto.

Se lleva un negociador atrevido y visceral. Están de moda las palabras gruesas, los desplantes, las líneas rojas y los cronómetros. Pero todos sabemos que hemos progresado gracias a las negociaciones blandas, al intercambio de concesiones y a la asunción de que acordar es renunciar un poco. Hay bobos que escriben y leen manuales sobre el arte de la negociación que venden una cultura de guerra y enfrentamiento. Algunos lo aplican incluso en cada cruce de calles, creyéndose ganadores tan solo porque su coche pasa por delante del coche del vecino. Pero hay otros que silban, ajenos a esa batalla, concentrados en un punto más lejano, más placentero y que ofrece más plenitud, basado tan solo en no estar en guerra con los demás, sino en una negociación tranquila y sutil por la que al final de la jornada no hay ganadores ni perdedores, sino fenómenos inusuales de sana convivencia. No nos dejemos engañar. El más fuerte gana siempre el pulso, lo que no sabe es que hay un pulso invisible que no se disputa con el músculo, sino con la vela expuesta al viento oscilante. Eso que llamamos inteligencia.

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