No tendrás casa y serás feliz
Mi generación no solo está condenada a invertir la mayoría de su salario en pagarse el techo, sino al desarraigo
En Cinco lobitos hay una escena muy bella: la protagonista vuelve a su cuarto de adolescencia con su bebé en brazos. No sabemos lo que piensa al sentarse en su cama modular, uno de esos armatostes de los noventa, pero podemos imaginarlo. Me impactó por la sutileza con la que plasma el paso a la madurez, pero también porque yo no puedo volver al cuarto de mi infancia. Ya no existe. Está ocupado por niños que no conozco, o igual es un trastero.
Ni siquiera en la memoria tengo un cuarto de infancia al que volver sino varios: he vivido en 12 casas distintas, en la mayoría con mis padres, primero juntos y luego separados, en otras con compañeros de piso, luego con mi pareja e hijos. Siempre que paso por delante de una de mis antiguas moradas me dan ganas de llamar y hablar con los nuevos habitantes, contarles que yo viví ahí —como si les importara— y que me cuenten cómo viven ellos, si tienen hijos que juegan en el mismo patio en el que jugué yo o si la vecina sigue roncando.
Hace poco lo hice. Pasaba por el que durante algunos años fue mi barrio, Malasaña, y al llegar a mi antiguo portal me vine arriba. Llamé y me respondió una chica a la que le conté que hace unos años viví allí y que si me dejaba subir a echar un vistazo. Que no se preocupara, que no era una asesina en serie, pero que entendía si me decía que no. La chica, quizá más asustada por la excusatio non petita que por la petición, me dijo que prefería que no lo hiciera. Caminé Espíritu Santo arriba riéndome de mi ridículo, pero también un poco indignada porque no me imaginaba esa respuesta. De algún modo, aquella casa todavía me pertenecía, aunque ya no pagara casi 500 euros por una de sus habitaciones destartaladas: parte de mí se quedó entre sus paredes, en los after que hacíamos en la cocina, en el balcón en el que fumaba con Jaime o Carlos.
Buena parte de mi generación no solo está condenada a invertir la mayoría de su salario en pagarse el techo sino al desarraigo. A concatenar alquileres y a dejar trocitos de sí en casas que pronto serán de otros dispuestos a pagar más. Como vivimos en un presente continuo porque “el ayer es una deuda y el mañana un tipo de interés”, que dicen los Biznaga, parece que el problema de la vivienda lo es sólo en el presente en el que los caseros se llevan más de la mitad de nuestros sueldos y no nos da para ahorrar la entrada de una hipoteca. Pero lo será también en el futuro, tanto en el plano material —la brecha entre clase se acrecentará, porque para muchos tener vivienda dependerá de si heredan o no, y habrá quien reciba seis pisos en Chamberí y quien herede una casa medio derruida en Villamanrique— como más allá de él, en el plano del sentido. Porque (esto lo canta La Ronda de Boltaña) “una casa no es solo un montón de piedras (...) es más que un techo, es un puente de sangre entre los que vivieron y los que vivirán”.
Dos de los grandes relatos sobre los que se asienta nuestra civilización hablan de la importancia de la casa como algo más que un montón de piedras. La Odisea nos cuenta como el gran héroe de Troya prefiere regresar a su hogar antes que convertirse en inmortal; los Evangelios nos presentan a un Dios que se hace niño y luego hombre, que necesita de una familia y de un techo para crecer. El capitalismo, que es una fuerza barbarizante, no sólo nos quiere negar los hogares sino su importancia. Y sus voceros nos dicen que no nos preocupemos, que viviremos sin nada —sin casa, sin familia, sin raíces, incluso sin el Dios que se hace niño y sin Homero—, y seremos felices.
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