Más que aranceles, guerra comercial
China responde a la hostilidad económica de Estados Unidos con contundencia pero reservándose la baza de la negociación
El Gobierno de China ha respondido a la guerra comercial abierta por Estados Unidos al aplicar desde ayer un arancel del 10% a la importación de los productos del país asiático. Pekín ha anunciado que desde el 10 de febrero gravará con cargas de entre el 10% y el 15% diversos bienes procedentes de EE UU —como el gas, el petróleo y maquinaria agrícola— e impondrá restricciones a la exportación de metales imprescindibles para la fabricación de productos electrónicos, equipamiento militar y paneles solares. Asimismo, ha abierto una investigación a Google por posible monopolio. Se trata de una respuesta que intenta maximizar el impacto en EE UU y minimizarlo en China. Y nos mete de cabeza en una guerra comercial híbrida, con aranceles y represalias tarifarias, pero también líneas de defensa relacionadas con la competencia y con las cadenas de valor globales.
El Gobierno de Xi Jinping ha calibrado bien su respuesta al nuevo envite de Trump: deja margen para la negociación y evita infligir demasiado daño a su economía. No le pilla de nuevas. La primera presidencia de Trump supuso el inicio de la ofensiva de EE UU contra China, una política que amplió Joe Biden. En este tiempo, el comercio entre ambos países se ha ido reduciendo (aunque el superávit comercial chino sigue siendo mastodóntico), por lo que los nuevos gravámenes tendrán un impacto menor. Aun así, el riesgo de que se desate una guerra comercial en toda regla entre las dos potencias está hoy más cerca.
Especialmente, porque en el caso de China hay poco margen para escenificar la victoria que el republicano ansía. El aplazamiento de los aranceles a México y Canadá a cambio de reforzar sus fronteras remacha su táctica de utilizar la política comercial como arma de presión y traslada el mensaje de que cumple sus promesas electorales. Con Pekín es más difícil seguir esa estrategia porque Xi no va a ofrecer una imagen de debilidad. Los aranceles pueden dominar los titulares, pero la batalla entre los dos gigantes es en realidad una carrera por el dominio tecnológico y militar mundial y, en último término, por la hegemonía económica global. Pese a las restricciones a la exportación de semiconductores avanzados, China está en la vanguardia del desarrollo de la inteligencia artificial, como demuestra el lanzamiento de su propio modelo, DeepSeek.
Trump entiende la balanza comercial como un barómetro de la riqueza del país y de su prosperidad. Para él, el saldo entre importaciones y exportaciones es un juego de suma cero, en el que las ganancias de unos son las pérdidas de otros, sin margen para el beneficio mutuo. Pero la economía no funciona así. También considera que el comportamiento de las Bolsas y de los mercados de divisas es la pauta que marca el éxito de sus políticas; por eso los expertos confían en que la mala recepción de los mercados a la guerra arancelaria actúe como freno a medidas más agresivas. Aunque con Trump nunca hay garantías de nada.
De fondo, el mandatario busca cambiar el funcionamiento del sistema de comercio global, por lo que su ofensiva supone el mayor golpe al orden mundial desde Bretton Woods. Sin embargo, la incertidumbre en política económica produce pocos ganadores. Los aranceles son muy peligrosos, no solo para los países que los sufren, sino para el que los impone, como se vio en el “camino a la ruina” de los años previos a la Gran Depresión. El momento de la verdad llegará el próximo 1 de abril, cuando Trump reciba el informe de sus asesores sobre la situación de la política comercial. La Unión Europea debe estar preparada.
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