El largo e incierto arco moral de la justicia
La democracia estadounidense ha funcionado en el relevo presidencial de 2025, pero no en el rendimiento de cuentas por la intentona golpista de 2021
La alternancia pacífica es un hecho. Esta vez nadie se opuso a la certificación electoral, como el 6 de enero de 2021, cuando la rechazaron 147 congresistas republicanos, bajo las órdenes del presidente en ejercicio derrotado en las urnas. Todo está funcionando civilizada y legalmente, antes, durante y después de la sesión del Congreso que certifica la elección del presidente cada cuatro años.
La candidata derrotada, Kamala Harris, aceptó inmediatamente el resultado del 5 de noviembre y el presidente Biden recibió al vencedor en la Casa Blanca, a diferencia de Donald Trump, que no quiso comprometerse ni entonces ni nunca a reconocer la legitimidad de cualquier resultado que no le fuera favorable y denunció el robo de su falsa victoria antes de terminar el recuento. No ha habido entre la jornada electoral y el 6 de enero de 2025 ninguna presión sobre los gobiernos de los Estados para que tergiversaran los recuentos, ni tampoco un alud de impugnaciones ante los tribunales, todas desechadas.
Nadie organizó una artimaña fraudulenta para evitar la certificación por el Congreso y conseguir la sustitución de los delegados por una votación a razón de un único sufragio por Estado, que hubiera dado la presidencia a Trump. Tampoco hubo una destitución tan relevante un mes antes como la del secretario de Defensa, Mark Esper, poco fiable a ojos de Trump, interpretada con justa alarma por el jefe del Estado Mayor, el general Mark Milley, como la premonición de un golpe de Estado.
Sabemos hoy cómo han afectado los disturbios de hace cuatro años a la imagen de Estados Unidos y de su democracia y hasta qué punto activaron los resortes de seguridad de Rusia y China. Hubo temores entonces, y antes, durante su primera presidencia, a que el derrotado realizara algún disparate, incluso con el arma nuclear de por medio, y si no parece haberlos ahora es porque se ha producido una frívola normalización, aun siendo peor y más poderoso el segundo Trump que el primero.
Todo transcurrió plácidamente el pasado lunes en la certificación bajo la presidencia de la derrotada Harris, sin interrupciones, votos en contra o manifestaciones frente al Capitolio. Y todo irá bien hasta el 20 de enero. O casi: en la víspera, Trump se saldrá del protocolo con un mitin de la victoria en un pabellón deportivo, que remitirá a la infame convocatoria de hace cuatro años, cuando llamó a sus partidarios a combatir contra el robo electoral que no se había producido. .
El traspaso de poderes transcurrirá con normalidad. A diferencia de Trump, Biden asistirá a la toma de posesión. Estados Unidos demostrará que su democracia funciona como lo ha hecho desde siempre, con excepción del relevo de 2021. Y vamos a ver luego qué sucede, si bastará la amnistía de los 1.200 insurrectos condenados para calmar el rencor trumpista y hasta dónde llegará la prometida venganza y la segura falsificación de la historia que guiará al presidente en su propósito de convertir aquel 6 de enero vergonzoso en una jornada de amor patriótico.
La democracia no ha muerto pero está herida, lejos de cualquier ejemplaridad, quizás en un irreversible declive. Ha funcionado el relevo por las urnas, pero no el rendimiento de cuentas. No han bastado los controles y contrapesos que limitan el poder personal, es decir, la tiranía. El golpista ha atravesado impune sus cuatro años de desierto. De nada han servido los dos procedimientos de destitución parlamentaria, los dos fiscales especiales que le han investigado y los cuatro procesos penales en los que se ha visto imputado. Y el Tribunal Supremo le ha reconocido una insólita inmunidad presidencial.
Impune e inmune: la ley ya no es igual para todos. Queda la solitaria y valiosa perla del juez Juan Merchán, que le consagra como un criminal, condenado por 34 delitos de falsificación de documentos por decisión unánime de un jurado popular de Nueva York. Y el reproche añadido al reo y a sus abogados, entre los que hay futuros cargos del departamento de Justicia, por su desprecio hacia el sistema judicial que tendrán bajo su autoridad. El lavado de cara incluye a las redes sociales, previo pago de 40.000 millones de dólares: Twitter, que entonces le expulsó, ahora es de Elon Musk, convertida en X, plataforma propagandística para Trump y las extremas derechas globales.
Hay que tener la fe de Barack Obama para creer que “el arco del universo moral es largo, pero tiende a la justicia”. Gracias a unos pocos parlamentarios, jurados populares, fiscales y jueces nadie podrá dudar sobre la verdad histórica y Trump será el primer presidente condenado como criminal que entrará en la Casa Blanca. Pero no tendrá que cumplir pena alguna y está preparado para completar el golpe contra la Constitución con la amnistía para quienes le siguieron y la venganza contra quienes le combatieron.
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