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Tribuna
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El miedo y los límites

La respuesta progresista a la nostalgia ultraderechista debe, sin arrogancia ni desdén, restituir la confianza en la democracia y recordar que es cosa de todos

El presidente de EE UU, Jimmy Carter, habla a la nación en un discurso televisado, el 15 de julio de 1979.
El presidente de EE UU, Jimmy Carter, habla a la nación en un discurso televisado, el 15 de julio de 1979.
Daniel Bernabé

El reciente fallecimiento de Jimmy Carter nos da la oportunidad de recuperar el conocido como discurso del malestar (malaise speech, en inglés), uno de sus alegatos más célebres, televisado el 15 de julio de 1979. El pasado nos ofrece ecos que, descifrados, nos ayudan a entender nuestro presente.

“Por primera vez en la historia de nuestro país” expresó Carter, “una mayoría cree que los próximos cinco años serán peores que los anteriores”. El presidente norteamericano alertó de que la sociedad sufría “una crisis de confianza” que “amenazaba con destruir el tejido político y social” producto de “la autoindulgencia y el consumo”. “La identidad humana” concluyó “ya no se define por lo que uno hace sino por lo que uno posee”.

Estados Unidos había asistido en los setenta a la dimisión de Richard Nixon tras el escándalo Watergate, había perdido la guerra de Vietnam y se enfrentaba a la estanflación: aumento de los precios y del desempleo junto al estancamiento económico. Las dos crisis del petróleo mostraron su dependencia energética. Las largas colas para llenar el depósito del automóvil fueron la afrenta final al corazón del ciudadano medio.

El espíritu de la época tenía ya mucho más que ver con el monólogo inicial de Taxi Driver, donde Robert de Niro describe una existencia violenta, sórdida y oscura, que con las palabras de John F. Kennedy motivando a la nación a la aventura espacial. No eran solo los problemas materiales, las derrotas o la conflictividad, era sobre todo que muchos no confiaban en que hubiera una manera de solucionarlos.

Carter perdió las elecciones en noviembre de 1980. Además de la depresión económica y moral, el fallido rescate de los rehenes en su embajada en Teherán fue la puntilla para que no revalidara un segundo mandato. Su contrincante por el Partido Republicano era un exgobernador de California y exactor mediocre con afición a contar chistes malos: Ronald Reagan.

¿Qué fue lo que los norteamericanos no perdonaron a Carter para no otorgarle otros cuatro años en la Casa Blanca, algo que suele ser habitual en la carrera presidencial? Que fuera demasiado sincero en su discurso del malestar, al identificar un miedo que cualquiera sentía, pero que ninguno quería reconocer y hacer explícita la certeza de que todo, incluido el estilo de vida estadounidense, tenía límites.

La España de la actualidad dista mucho de los Estados Unidos de finales de los setenta. No tenemos una inflación de dos dígitos, en 2024 se ha creado otro medio millón de empleos, situando la cifra de cotizantes a la Seguridad Social en más de 21 millones, y nuestra economía se muestra como una de las más dinámicas de Europa. Sin embargo, algo recuerda al clima de desconfianza de entonces.

Existen dificultades ciertas para la clase trabajadora, principalmente porque el disparatado precio de la vivienda se come el menor incremento de los sueldos. Pero el ambiente enrarecido no proviene de la indignación por estos escollos de la vida diaria, sino de la percepción de que todo está peor de lo que realmente está, así como de la reacción hostil frente a quien enuncia topes a las viejas jerarquías.

Carter hizo patente, a los adultos criados en el optimismo laboral y sentimental de la América de los años cincuenta, que existían las vulnerabilidades y que la felicidad no dependía del consumo desaforado. Dos hechos que no deseaban escuchar. En el presente, una época de inestabilidad que comienza en la Gran Recesión de 2008 y que tiene una dura réplica en la pandemia de 2020, la incertidumbre es materia cotidiana.

La extrema derecha se ha hecho fuerte magnificando los temores y prometiendo una vuelta a los viejos buenos tiempos, una idealización de “la España feliz” situada en el mejor de los casos a mitad de la década de los noventa, cuando el país estaba sufriendo una recesión y un bache de legitimidad institucional a causa de la corrupción. En el peor se reivindica de manera desacomplejada el franquismo de Cine de Barrio, no el de las cartillas de racionamiento y las fosas en cunetas.

Es pueril, pero funciona. Tanto como la apelación por parte del populismo derechista a un mundo sin normas: frente a las mascarillas, las cañas; frente a la ecología, el exceso; frente a los derechos de la mujer, la libertad para ser un tirano. Aquel enunciado de éxito en el 15M, “seremos la primera generación en vivir peor que sus padres”, tiene hoy un reverso tenebroso que en vez de buscar una solución social aspira a una salida egoísta.

A la izquierda, crítica por naturaleza, se le está dando mal surfear esta ola en la que tiene que equilibrar lo bueno conseguido con la reivindicación de lo que se busca lograr, un horizonte que conlleva fronteras éticas y económicas. La respuesta progresista debe manejar el miedo y los límites sin arrogancia ni desdén. Primero, restituyendo la confianza en una democracia que se demuestre útil para todos. Segundo, afirmando que los límites son decisiones colectivas y no imposiciones individuales. No es sencillo poner a bailar al optimismo con nuestra realidad, pero es más necesario que nunca.

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Sobre la firma

Daniel Bernabé
Daniel Bernabé (Madrid, 1980), escritor. Es autor de seis libros, entre ellos ’Todo empieza en septiembre', 'La distancia del presente' y 'La trampa de la diversidad'. Participa en la mesa del análisis de 'Hora 25', en la Cadena SER.
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