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Columna
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Para bien y para mal

Los españoles tenemos tendencia a subdividirnos. Ahora que nuestra economía va bien tenemos la falsa necesidad de sentir que la política discurre entre incompatibles

Un hombre observaba el 31 de octubre los daños causados por las inundaciones en Paiporta (Valencia).
Un hombre observaba el 31 de octubre los daños causados por las inundaciones en Paiporta (Valencia).Biel Aliño (EFE)
David Trueba

La otra tarde, al acompañar a un amigo a la puerta de la residencia de ancianos donde ahora le toca vivir, recuperé con claridad esa sensación de que los años pasan como una riada, llevándoselo casi todo y envolviendo en lodo los escombros del recuerdo. Lo que antes eran conversaciones enriquecedoras con el amigo que te descubría nuevos gustos y visiones afiladas, ahora no pasan de lacónicas loas a la resignación. Los valencianos saben bien cómo funciona la crecida devastadora, que pasa por la lenta admisión de la alarma, la brutalidad del desconcierto, para acabar con el demoledor martillo del olvido. La recuperación de las vidas afectadas por esa desgracia es la obligación de este país para el año que viene. Pero es absurdo obviar la parte obvia de culpa que tiene la especulación inmobiliaria, la ausencia de medidas de protección y el abandono de nuestros servicios esenciales. También hemos dejado a su suerte la emergencia migratoria en Canarias. La absoluta falta de solidaridad como país para repartir a los necesitados es un rasgo más de la mentira escondida tras tantos cantos a la unidad nacional. La soflama es la nueva forma de la indiferencia, te llenas de aire, te armas de vacío y soplas fuerte hasta alejar de tu espectro a los necesitados. Nos invaden tantos micronacionalismos que empezamos a parecer un pastel devorado a pellizcos.

Al terminar el año, lo que fue actualidad rabiosa es un asunto caduco. Lo anunciamos cuando daba la impresión de que la decisión de amnistiar a los protagonistas del procés catalán iba a romper las costuras constitucionales del país. Visto desde la perspectiva del hoy, donde los partidos conservadores del nacionalismo catalán y vasco pactan con el nacionalismo español para desactivar impuestos a las grandes eléctricas, todo aquel guirigay suena a desmesura interesada. Tan fea era la motivación para llevar a cabo la cuadratura del perdón judicial como había sido fea la fabricación penal anterior y sobre todo fue feísimo el engorde artificial del escándalo. ¿Qué escándalo puede haber si la política es de un pragmatismo cristalino? Basta observar cómo llegó al futuro Gobierno de Estados Unidos un grupo de oligarcas forrados que cantaban las maravillas de escuchar la voz del pueblo. Por supuesto, el pueblo es maravilloso solo cuando te da la razón y la caja.

Los españoles tenemos tendencia a subdividirnos. Unos son de río y otros de mar. Unos de pan blanco y otros de integral. Unos de madrugar y otros de trasnoche. Solo hace falta ver cómo una cuadrilla de amigos pide su café para entender que ponerlos de acuerdo es tarea inabarcable e innecesaria. Los españoles funcionan cuando saben gestionar sus desacuerdos. Ahora que nuestra economía va bien tenemos la falsa necesidad de sentir que la política discurre entre incompatibles. Y cuando estamos en invierno echamos de menos el calor sofocante del verano. Amparados en las redes sociales, algunos encuentran un agravio en que otro cuelgue un buenos días. Y en la calle hace poco escuché a dos ancianos despedirse. Uno le decía al otro: “Y que tengas un feliz año, sin que eso signifique que lo tenga que pagar yo”. Exactamente ahí es donde estamos. Que tu placer no suponga el disgusto de nadie. Que tu desgracia no tenga necesariamente que venir causada por la felicidad de otro. Convivir es más sencillo cuando sabes que el año nuevo que llega durará 365 jornadas, para bien y para mal.

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