Nuestro Dios anduvo en pañales
En una sociedad secularizada en la que casi nadie se acuerda de Jesús, sólo los hijos de las clases ilustradas acabarán sabiendo decodificar su propia cultura
Mi hijo mayor tuvo esta semana su primera duda teológica. Dando un paseo nos encontramos con varias ventanas decoradas con estandartes del niño Jesús que le llamaron la atención, así que le recordé que estaban ahí porque en Navidad celebramos que Dios ha nacido. Sin soltarme la mano y desde abajo ―ojalá se pudieran guardar esas miradas―, frunció el ceño y me respondió que no, que Dios no había nacido. Que quien había nacido era Jesús.
Tenía dos opciones: intentar explicarle la Santísima Trinidad a un niño de tres años o pasar por alto lo que acababa de ocurrir y decirle “¡mira, un perro con abrigo!”, táctica que utilizo cuando no me conviene el cariz que está tomando alguna situación. Opté por la primera y, como bien pude, le expliqué que Jesús era el hijo de Dios y Dios encarnado, pero él seguía poniendo pegas. Su argumento final fue que Cristo no podía ser Dios porque era un bebé, y comprendí que el germen de su arrianismo igual no era la incomprensión de la Santísima Trinidad sino que Dios pudiera andar por ahí en pañales. Para mi hijo, que le cuenta a todo el que se preste a escucharle que él ya va al colegio y que su seño se llama Nerea, los bebés son el escalón más bajo de la sociedad, así que, ¿cómo iba a ser Dios uno de ellos?
Esa misma tarde leí una columna de Sergio C. Fanjul en la que exponía dos cuestiones: cómo el capitalismo ha fagocitado el sentido de la Navidad y las consecuencias de la secularización en las generaciones más jóvenes. “Nunca imaginé que iba a requerir tanto esfuerzo que mi hija conociese la antes ubicua figura de Cristo. Más bien pensaba que tendría que protegerla del adoctrinamiento”, confesaba, en la línea de otro artículo en el que Sergio del Molino contaba: “Nunca pensé que me fuera a preocupar algo así, pero sin una cierta familiaridad con el catolicismo (...) casi toda la cultura occidental se vuelve incomprensible”. Cabe preguntarles qué solución proponen. Si es la del laicismo ―relegar la educación religiosa al ámbito privado―, la brecha cultural entre clases se acrecentará, pues, en una sociedad secularizada como la nuestra, sólo los hijos de las clases ilustradas acabarán sabiendo decodificar su propia cultura.
Pero, volviendo a la columna navideña de Fanjul, en ella no daba el paso de relacionar la propuesta económica del liberalismo ―el hedonismo consumista― con la antropológica ―la muerte de Dios, el laicismo, el desencantamiento del mundo―. No sólo los mercaderes han expulsado a Cristo de su cumpleaños; también lo han hecho quienes se empeñan en borrar su nombre y su huella, los de los belenes laicos y el felices fiestas en nombre de la inclusión, que no parecen plantearse que para integrar a alguien a una cultura antes hay que tenerla.
Fanjul no tiene fe, pero eso no le impide entristecerse al observar que casi nadie se acuerda de Cristo en Navidad. Y yo, que no es que empezara a creer en Dios sino a dejar de negar su existencia hace unos años, tengo que decirle que no se preocupe. Que no somos pocos los que, como canta Pablo Martínez, estos días celebramos ese escándalo para los poderosos que es que Dios anduviera en pañales. Que no naciera en un palacio lleno de oro sino en un pesebre. Que se presentara ante nosotros sin cetro, con la fragilidad y la ternura de un recién nacido, señalándonos así el camino. No somos pocos y he de confesarles, aunque los datos me contradigan, que creo que cada día seremos más. Porque es del frío de donde surge la necesidad de una lumbre. Feliz Navidad.
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