Psicóticos o neuróticos: no frustren al artista
Hoy los provocadores y narcisistas no están en la cultura sino en la política
El cuentero Héctor Urién narra cada martes una de las mil y una noches, y cuando ya va terminando el relato recuerda al público que Adolf Hitler quiso ser pintor, que Stalin iba para poeta, que Francisco Franco quiso ser actor y Vladímir Putin, músico. Solo ahí pasa la gorra para juntar algunas monedas mientras espeta una amenaza: ya saben, no frustren al artista.
Aquí sugiero (un poco en broma) que deberíamos tomarnos esta advertencia en serio. Que, quizás, una de las razones de la inminente crisis de la política, y de sus narrativas, es precisamente, que hemos frustrado al artista. Esta conjetura se construye en dos argumentos que, como los trenes de esos infames ejercicios de física y matemática del colegio, se encuentran en algún lugar en el medio.
No hace falta enumerar lo que todos saben. Que el diálogo cordial está extinto, que en el debate público en Twitter, o en X, o en los algoritmos o, para el caso, en el hemiciclo, no da cabida a un esbozo comedido de argumentos. La política se esgrime en un territorio que se asemeja al teatro antiguo, previo a la aparición del público silencioso, en el que los espectadores abucheaban y lanzaban verduras desde la grada en el instante mismo en el que el espectáculo los incomodaba. En esos teatros, los comediantes se seleccionaban entre gente con una idiosincracia muy precisa: la de aguantar, o incluso gozar de los lechugazos. Algo parecido, sugiero, pasa hoy con la política.
Es la selección natural de Darwin aplicada a un gremio en vez de a las especies. Los que no aguantan ver la sangre raramente llegan a médicos, los que tienen miedo a volar no pueden ser pilotos, los que no encuentran cierto placer cuando llevan el cuerpo al límite no suelen ser deportistas. ¿Cuál es el filtro que impone la selección natural en el ecosistema actual de la política? Resulta, que un medio en el que cada acto viene acompañado de un escarnio masivo, el estadista se ha vuelto un bicho en riesgo de extinción. No es que ya no exista gente comedida, esa que hace de la duda un elogio. Sucede que en este teatro de la política en el que se lanzan tomates, y dardos, y cuchillos y venenos, llegan a puerto quienes tienen la piel suficientemente dura para aguantarlos. O, peor aún, aquellos cuya personalidad les hace gozar de esa trifulca. Los que en la clasificación de Freud están en más en el polo de los psicóticos que de los neuróticos, los que no dudan, los que aman tanto que hablen de ellos, y de ellas, que les da casi igual el signo de lo que de ellos están diciendo.
El escritor rosarino Roberto Fontanarrosa escribió un prólogo versionando el célebre partido entre los nazis y los aliados. El “10” de los aliados era un polaco que hacía maravillas con la pelota. En el entretiempo advirtieron a los jugadores que los fusilarían si ganaban el partido, y el polaco perdió su magia. Decía Fontanarrosa, que este es un síntoma bien conocido: que los volantes de creación suelen bajar el nivel cuando saben que serán fusilados. Puede decirse, temperando la anécdota a su dosis justa, que un político creativo, sensible, estadista, de piel humanamente blanda, algo neurótico como aquel polaco habilidoso, también baja el nivel cuando sabe que será acribillado en la arena pública y, en ese ruido, se extingue.
Aquí asoma, desde la otra antípoda, el segundo argumento de esta propuesta. Madonna, Sid Vicious, Freddie Mercury, Frida Kahlo, por nombrar solo algunos de una lista enciclopédica, encontraron en el arte un medio en el que expresar su vocación de patear el tablero y bancarse la que se venga. Además de ser geniales, desconocen, a diferencia del polaco, el miedo a los pelotones de fusilamiento. Son seres especiales, fascinantes, exagerados, narcisistas, de una confianza desmedida, que encuentran su combustible precisamente en la tormenta que convocan. Personas provocadoras que florecen cuando encuentran en el arte un nicho expresivo en el que explayar su locura en plena libertad. Pero resulta que, en estos días de furia de redes sociales, el arte se ha vuelto, por el contrario, más políticamente correcto y menos propicio a la ofensa que nunca.
Como consecuencia, todas aquellas personas ególatras, explosivas, intrépidas, los roqueros que se disfrazan con pelucas y tatuajes para proponer lo inadmisible, los que nos interpelan y nos pone en jaque, abandonan aquel medio en el que antaño fluían como pez en el agua. Se vuelven anfibios, luego reptiles, y encuentran en el barro de la política el medio en el que sus rasgos de la personalidad se vuelven particularmente adaptativos. El asunto, por supuesto, no es del todo nuevo: el protagonista de Kings Row (Abismo de pasión) descubrió que su fama de actor duro de Hollywood se convertía en una virtud en una política cada vez más basada en el espectáculo público, y así derrotó a Jimmy Carter en las elecciones de Estados Unidos de 1980: se llamaba Ronald Reagan. Ahí empieza una migración gradual que se fue volviendo un éxodo masivo cuando al fin olvidamos la máxima de Urién: no frustrar al artista.
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