Una luz que busca encenderse
En nuestro presente de muros y alambradas, de prejuicios que levantan las sociedades divididas, debemos recordar que todos nacemos extranjeros
Curiosa incurable, siempre me asombró la creatividad del lenguaje y sus extraordinarias metáforas. De niña me intrigaba la expresión “tu media naranja” y trataba de escudriñar la relación de los cítricos con nuestros locos, atribulados, eufóricos amores. Años más tarde leería la historia de un antiguo banquete en Atenas, contado por Platón, donde nació esta extraña simbología ácido-erótica. Durante el suave invierno griego, un grupo de amigos se reúnen para celebrar una fiesta, con música y abundancia de vino. Sócrates, que es propenso a distraerse con sus pensamientos, llega tarde, cuando el festín ya ha empezado. El joven Erixímaco lo recibe con estas palabras: “Propongo echar a la flautista”, la única mujer de una reunión solo para hombres, “y que nosotros pasemos la velada en mutua conversación”. Y así, expulsando de la estancia a la voz femenina —–detalle revelador que quizás explique ciertas cosas—, comienza un legendario coloquio sobre el amor.
Al hilo de las copas y el duelo de discursos, el escritor cómico Aristófanes, uno de los invitados al banquete, toma la palabra para improvisar un mito acerca de nuestros antepasados, fascinantes criaturas andróginas con cuatro piernas, dos órganos sexuales y dos rostros cada una. Arrogantes y orgullosas, desafiaron a los dioses. Zeus castigó su osadía cercenando a cada una en dos partes para debilitarlas. Les dio un tajo, estiró la piel cortada y formó el ombligo, como si cerrara una bolsa con cordel. Desde entonces, todos los seres humanos, sus descendientes, nos sentimos incompletos. Cuando creemos reconocer en otra persona parte de nosotros mismos, nos abrazamos a ella, tratando de revivir aquella unidad originaria. Mientras trenza con humor su discurso sobre el amor, Aristófanes afirma que somos esa esfera demediada, esa naranja partida, ese individuo roto que trata de reunirse con su mitad extraviada en el universo. Ahí nace la metáfora de la fractura interior, el ideal romántico de la búsqueda del otro yo.
En réplica a esta fábula, Sócrates comparte lo que le enseñó una extranjera de la ciudad de Mantinea, Diotima, “que era sabia en estas cuestiones”. Hasta entonces el amor humano no había sido un tema principal de la filosofía. Diotima representa un enigma, no hay ninguna otra referencia a esta pensadora en los textos griegos. La pregunta sobre su existencia real ha inspirado innumerables debates. Quienes la defienden subrayan que todos los que intervienen en los diálogos platónicos eran personas de carne y hueso, y no hay motivo para considerarla una excepción. Otras voces señalan la ausencia de las mujeres en la conversación filosófica de la época y piensan en un personaje ficticio, utilizado por Platón para exponer su teoría. Nunca sabremos si existió de verdad o es una figura imaginaria, como la Dulcinea cervantina.
Según Sócrates, la sabia mujer describía la experiencia erótica con palabras insólitas y provocativas. Afirmaba que el Amor, lejos de ser bueno y bello, es carencia y puro deseo. Por lo tanto, no podía ser un dios, ya que es imposible que la divinidad sufra déficit de bondad o belleza. Eros no es todopoderoso, sino el hijo de una mendiga, y por eso aprendió a embelesar con su charlatanería. Lo describe como un ser intermedio entre lo mortal e inmortal, el demonio —mixto, híbrido, mestizo, poliédrico— que cose lo humano y lo divino. Con aspecto flaco, desamparado y descalzo, permanece siempre al acecho de aquello que es atractivo. Enamorarse sería, en definitiva, el impulso de los mortales, siempre pobres y ávidos, hacia lo que no poseen: la hermosura, el bien, la sabiduría. Quienes aman con este eros mendigo y anhelante se parecen al protagonista del cuento El perseguidor, de Julio Cortázar, ese saxofonista entusiasta, febril y hundido en la miseria, inspirado en Charlie Parker, que desea de forma obsesiva acceder con su música a realidades inexploradas. Su oscuridad apasionada es “una luz que busca encenderse”.
Diotima y Aristófanes amaron de formas distintas, en antítesis: uno se buscaba a sí mismo —la media naranja—, la otra anhelaba unirse con lo distinto —el deseo que cose—. En realidad, Diotima no hizo tanto el elogio del amor, sino de lo mezclado, incompleto e imperfecto. De lo migrante y mendicante. De los seres periféricos y fronterizos, entre dos mundos. Nos dice que amar no es la búsqueda de tu mitad extraviada en el planeta, sino ese poderoso magnetismo que nos acerca a lo diferente. El vaso comunicante entre realidades distintas. Las palabras de Diotima son un homenaje a los seres hambrientos y sedientos, seguidores eternos de aquello a lo que aspiran. A quienes no encajan. Como la flautista expulsada del banquete. Como ella misma, filósofa allí donde los hombres se apropiaban en exclusiva de la palabra.
Quizá por eso María Zambrano se identificó con la filósofa en la penumbra. En su obra entendía el cuerpo y la experiencia como fuentes de sabiduría, intuiciones que la llevaron a preguntarse por la antigua pensadora erótica. Durante los años de Roma, en torno a 1956, María escribió su ensayo titulado Diótima de Mantinea. Allí exploró la experiencia del exilio. La enigmática griega es la metáfora de aquellas personas que sienten su diferencia como exclusión y extrañeza, que viven sin patria, huéspedes en todas partes, casi clandestinas sobre la tierra, recogidas en sí mismas: “Todo mi ser se hizo caracol marino”.
En nuestro presente de muros y alambradas, las palabras de Diotima avivan el deseo de fusionarse, la rebeldía ante las murallas de prejuicios que levantan las sociedades divididas, el mestizaje frente a las líneas tribales de fractura. Los amantes fronterizos asumen su diversidad y sirven de enlace entre comunidades y culturas. Pueden ser el aglutinante de un mundo en pedazos. De algún modo, todos los seres humanos nacemos extranjeros y extraños. El alumbramiento es la primera migración, el exilio compartido por la humanidad entera. Quién no tiene en el vientre esa herida, el ombligo, la cicatriz de un destierro originario, irreversible. El miedo, la miseria o la violencia empujan a muchas personas a alejarse del lugar natal, romper el cordón umbilical y emprender el viaje hacia lo desconocido. Itinerantes, arrancadas, crisálidas del pasado perdido. Pero incluso quienes permanecen en su tierra de origen conocen el desconcierto y los desarraigos. Hoy estamos obligados a vivir en una realidad sacudida por los cambios; nos reclaman explorar constantemente idiomas desconocidos, nuevos lenguajes, otros códigos.
Ante el vértigo de la transformación, brotan voces añorantes que prometen el viejo ideal imposible de lo homogéneo, lo idéntico, el espejo de lo que somos. Mercadean con el dolor y la mentira para azuzar el odio al distinto, hundiéndonos en un fango que ahoga. Pero este tiempo de individuos e ideas migrantes tiene sed de hospitalidad. Frente al miedo en la mirada, el erotismo según la Diotima socrática nos anima a salir de nuestra burbuja y desprender corazas del corazón, nos arranca de la soledad, nos transforma, nos inserta en un mundo mezclado y variopinto. “En él sí merece la pena vivir”, dice la extranjera de Mantinea. Según la filósofa femenina y forastera, no deberíamos buscar una media naranja a nuestra medida, sino cuestionar la horma y la norma, sin conformarnos ni saciarnos, aprendiendo que se necesita amar la diferencia para llegar a ser uno mismo.
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