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Literatura
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Palabras, anatomía de un misterio

Hay algo irresistible y sensual en el acto de hablar. Sin asomo de duda, existe el deseo textual. En palabras de Arnoldo Palacios, las sensualidades sabrosas. Y diré más: la dicha de los dichos. El deleite de leer

Viñeta de la adaptación gráfica del ensayo 'El infinito en un junco', de Irene Vallejo, ilustrada por Tyto Alba.
Viñeta de la adaptación gráfica del ensayo 'El infinito en un junco', de Irene Vallejo, ilustrada por Tyto Alba.
Irene Vallejo

Este texto pertenece a la disertación para el nombramiento como Académica Correspondiente Extranjera de la Academia Colombiana de la Lengua

Gracias infinitas a esta Academia, a su presidencia y a su ilustre membresía por este regalo desmedido. Vivo en una ciudad constantemente ataviada de niebla, una niebla que brota del río, borra los rostros y convierte las calles en páginas en blanco. Apenas puedo creer que la más antigua y longeva academia de América me abra sus puertas, a través de un océano, más allá del biombo de bruma zaragozana.

Conocí Colombia en la biblioteca de mis padres, que fue mi primer atlas. Allí, en un lugar destacado, encontré los libros de Mutis y Márquez. Pronto empecé a viajar por caminos de letras desde los Pirineos a los Andes, y a lo largo de los años conocí otros nombres, de cumbre en cumbre, desde Julio Flórez a Fernando Vallejo y Evelio Rosero, desde Albalucía Ángel a Alejandra Jaramillo y Pilar Quintana. Siempre sentí que su literatura es especialmente generosa. Y agradezco que consideren la lengua una conjugación de la hospitalidad.

No puedo viajar a Colombia sin recordar a los exiliados españoles que aquí fueron recibidos. No solo les abrieron los brazos y fronteras, sino que alentaron sus carreras intelectuales en la Universidad Libre, la Universidad Pedagógica Nacional, la Universidad de la Sabana, en la de los Andes, o en el Gimnasio Moderno, al que fui invitada hace unos meses, por citar solo algunos lugares. Aquella bienvenida refundó nuestra historia con un nuevo hito acogedor y humanista. En estos tiempos de atrocidades y migraciones, quisiera evocar ese historial generoso hacia los refugiados de guerra.

Si esos recuerdos literarios y humanos explican mi garganta anudada por la emoción, también mi corazón de filóloga late al galope ahora mismo, en esta mítica Academia de la Lengua. Para mí, desde mis más remotos recuerdos, la lengua y la escritura se cuentan entre los grandes prodigios de la vida. Al hablar convertimos nuestro cuerpo en instrumento musical. Nos comunicamos creando sonoridades en la corriente de aire que sale de los pulmones, atraviesa la laringe, vibra en las cuerdas vocales y adquiere su forma definitiva cuando la lengua acaricia el paladar, los dientes o los labios. Todos estos órganos intervienen a su debido tiempo para moldear nuestras frases. Y aunque la lengua no puede por sí sola crear el habla, es su símbolo desde tiempos muy antiguos. Por eso decimos: “tiene la lengua afilada” o “se le comió la lengua el gato”. “Lengua” significa ambas cosas: el músculo y el idioma, la carne y la palabra, el órgano animal y la comunicación que nos hace humanos.

La lengua es una parte fascinante de la anatomía. Las mariposas desenroscan su larga lengua para beber en las flores como en cálices y los colibríes usan las suyas para besarlas en pleno vuelo. El camaleón lanza su lengua a una distancia mayor que su propio cuerpo. Cuando nos concentramos, la punta de la lengua asoma por los labios entreabiertos, como queriendo salir al encuentro de la realidad exterior. Y en esa búsqueda de protagonismo, nuestra pequeña lengua, tomando la palabra, modelando el aire, ha logrado actuar en el mundo y, con sus verdades y mentiras, cambiarlo para siempre.

El escritor Arnoldo Palacios nunca olvidó palabras de un hombre de atuendo blanco impoluto, escuchadas siendo niño, en una sastrería de su Chocó natal, como cuenta en Buscando mi madredediós: “Las palabras tienen su misterio. Cuando uno las lee o las tiene en la cabeza, se ve que cada palabra está hecha como una persona, no se puede confundir una con otra. Y cuando uno las pronuncia, la resonancia hace ver más patente el significado, hace ver la cosa tal cual es: bonita, fea, cristalina, musical, amarga, sabrosa”.

Hay algo irresistible y sensual en el acto de hablar. Sin asomo de duda, existe el deseo textual. En palabras de Palacios, las sensualidades sabrosas. Y diré más: la dicha de los dichos. El deleite de leer.

La lectura es una actividad asombrosa en sus paradojas. Como escribió Quevedo, los libros “en músicos, callados contrapuntos, al sueño de la vida hablan despiertos”. Leemos y escribimos en solitario, pero al hacerlo construimos comunidades. Incluso leer en soledad es un acto colectivo, porque nos aproxima a otras mentes. Siendo un empeño sedentario, nos devuelve a nuestra condición nómada. Nos descubre que necesitamos conversar con los muertos para sentirnos más vivos. Lo compendió con brillantez mi maestro Juan Gabriel Vásquez en Viajes con un mapa en blanco: “He escrito siempre en soledad, creyendo que así estoy frente a aquellos demonios (mi biografía, la historia de mi país, la de eso tan confuso que llamamos cultura, la de eso no menos confuso que llamamos pasado). Pero no es así: no estoy solo. Escribir es también buscar una familia”. De ahí mi felicidad por ser recibida en la familia de la Academia.

La literatura nos ofrece un camino de ida y vuelta a nuestro interior pasando por todos los demás. Un viaje a las lejanías para disminuir la distancia entre una misma y el prójimo. Sin la posibilidad de la lectura, los otros aparecen solo como ajenos, extranjeros o enemigos. No sé quiénes son, qué piensan, cuáles son sus razones. Quedamos huérfanos de palabras para dialogar con ellos y, de esa forma, nos deslizamos más fácilmente al extremo de percibirlos como amenazas. En cambio, cuando leemos nos avecinamos a otros territorios, nos nombramos osadamente ciudadanos adoptivos de lugares solo recorridos a lomos de los libros. Reconocemos nuestras irracionalidades, hallamos ideas insólitas, nos ataviamos de otras personalidades, incorporamos las geografías más íntimas por contemplarlas con el ojo de la mente. Antes de visitarla por primera vez, ya llevaba Colombia en el torrente sanguíneo del idioma.

En Colombia encuentro una lengua prístina, clásica, espléndida. Es el idioma de quienes saben relatar, acariciar la palabra. Y soy consciente de poder entender y gozar tan solo una fracción de su mosaico idiomático, que se despliega en más de sesenta lenguas nativas. Reconozco mi fascinación irrefrenable por los proyectos de bibliotecas colombianos, de los que en todo el mundo se habla con admiración. Desde los bellísimos Parques Biblioteca de Medellín a los biblioburros que conocí en Cartagena, de las mareas de lectores en la Feria del Libro de Bogotá hasta las champas de libros de mi querida Velia Vidal en el río Atrato o la labor de Espantapájaros y esa Casa imaginaria de Yolanda Reyes, todo el país está surcado por esta pasión de lecturas compartidas. Allá donde viajo, menciono con fascinación sus iniciativas y su creatividad. En todo el mundo nos interpela su decisión de confiar colectivamente en el arte para restañar las heridas de la violencia. Sabia ruta, camino osado y pausado. Porque leer entronca con la búsqueda de sentido –y es un canto al sentido de la búsqueda–.

En las etimologías reverberan ecos y se esconden revelaciones. El latín meditatio desciende de la misma raíz indoeuropea de donde procede otro verbo, mederi –cuidar, sanar–, que nos ha dado las palabras médico y medicina.

Desearía reivindicar la labor saludable de la humilde filología, que, ejerciendo la meditación sobre las palabras, sana los textos y nos enseña, en tiempos de hipérboles y bulos, la importancia de regresar siempre a las fuentes primarias, de cotejar y contrastar, de leer entre líneas y buscar la expresión justa. La filología también se ocupa de investigar y conocer a fondo cada idioma, para protegernos de todo intento de manipulación lingüística, para salvaguardar una conversación saludable y serena, para proteger el legado de leyes y leyendas que nos permite vivir juntos.

La democracia es una invención extravagante. Cuando hace milenios los griegos inventaron esta extraña forma de organización, imaginaron –con sus exclusiones y limitaciones– una convivencia basada no en la fuerza, sino en una delicada urdimbre de acuerdos y en un diálogo incesante. En la mayor parte de las especies, no existen las votaciones, los acuerdos por mayoría, la separación de poderes, la igualdad de derechos, los consensos y los debates, la protección de las minorías. Son inventos sofisticados, extraños, sutiles, con frecuencia amenazados, nacidos de siglos de reflexión y logros históricos. En ocasiones he subrayado que del término lector deriva elector. Como pude dialogar hace unos meses con don Fernando Carrillo –ensayista, escritor de buena ley y de óptimas leyes–, en el cuidado de la palabra reside el cuidado de nuestro futuro, porque nuestras decisiones se sostienen en los discursos, el debate, el arte del buen parlamento, las leyes sabias. Esta Academia es casa de la lengua: aquí, hogar de la literatura, de la filología, del pensamiento y la creación, se mantiene vivo ese diálogo vibrante, sereno y transformador que preserva nuestros mayores logros. Cuidemos nuestra imaginación, salvemos lo que nos salva, porque las palabras solo pueden ser valiosas si son valerosas. Frente a la tentación del yo y del ya, el arte es diálogo. Es conversar con esa fragilidad que nos hace fuertes.

El sabio Tucídides decía que en las guerras las palabras pierden su significado. Hace ya más de veinticinco siglos, el ateniense observó que la manera de emplear ciertos términos permite diagnosticar el estado de salud colectivo. Pensaba que las sociedades se están descomponiendo sin saberlo cuando se convencen de que cualquier forma de moderación es el disfraz de la cobardía. Cuando afirman que quien se detiene a deliberar solo está buscando pretextos para no actuar. Si el servilismo dentro de las facciones se empieza a llamar lealtad. Si el bien común se trata como un botín. Si llamamos listo al que mejor conspira y pusilánime a quien se detiene a reflexionar. Si hablamos de acuerdos solo para encubrir fugaces transacciones de intereses. El peligro acecha precisamente en esas épocas que desacreditan la prudencia, el matiz, la ética, la delicadeza, el tacto y el pacto. Tucídides, que era un analista clarividente, resumió este proceso en una frase de absoluta vigencia actual: «En efecto, la mayoría de los hombres prefieren que se los llame hábiles por ser unos canallas, a que se los considere necios siendo honrados: de esto último se avergüenzan, de lo otro se enorgullecen». Como lección para el presente, Tucídides nos legó la necesidad de proteger la robustez de ciertas palabras.

Si el historiador griego está en lo cierto, entonces explorar y defender el sentido de cada una de ellas por medio de diccionarios, gramáticas y estudios filológicos entraña un afán pacífico y conciliador. Yo así lo entiendo, y veo reflejada esa convicción en la tierra donde se fundó esta longeva Academia, el país que tantos grandes filólogos, lexicógrafos, humanistas y eruditos nos ha regalado. Pienso en Rufino José Cuervo y en ese proyecto de maravillosa envergadura, el Diccionario de Construcción y Régimen de la Lengua Castellana, un empeño sostenido durante más de un siglo, desde 1872 a 1994: cien años de solidez intelectual.

Quisiera demorarme en los libros que nos ayudan a pensar con sosiego, los ensayos, encrucijadas de meditación y remedio. Una búsqueda de los centros de gravedad, siempre en fuga hacia las periferias. Un género literario terapéutico, reflejo de su tiempo, pero también antídoto frente a él. Los escribimos y leemos para comprender el ayer, captar el alcance de lo que está sucediento ante nuestros ojos y leer el presente que resbala entre nuestros dedos, engarzándolo con el futuro.

En las aguas turbulentas de la revolución mediática, tienden a desaparecer los espacios para la exploración silenciosa y para las ideas difíciles, aquellas que necesitan lentitud, paciencia, titubeo, matiz y concentración. Cuando todo se vuelve público al instante, en una atmósfera preñada de los truenos de la polarización, es más necesario que nunca un espacio literario para confrontar pensamientos complejos.

El ensayo trenza arte y educación. La educación es la cultura que comienza; y la cultura, la educación que prosigue. Pero hoy el pensamiento habla sobre todo desde ciertos territorios –al norte de nuestro sur compartido– y en el idioma dominante. Por eso resulta urgente la reivindicación del ensayo en español. Nuestra poesía y novela ya tienen una habitación propia en la literatura universal, pero siento que el ensayo permanece todavía al este del edén. Injustamente postergado. Es el género literario más dominado geográficamente por las publicaciones en lengua inglesa, cuando debería ser el territorio de las miradas y las experiencias más diversas, del caleidoscopio planetario.

Ahí se construyen las ideas, se narran los hechos, se forjan las interpretaciones. Lo que está en juego, por tanto, es una forma de poder. No solo el poder de intentar determinar qué pensamos sobre los temas, sino sobre qué temas pensamos. Esta última influencia es más sutil, pero determina que ciertos asuntos vitales para el mundo queden orillados en la conversación universal. Por eso quisiera celebrar una riquísima y fértil veta de ensayo y crónica en nuestra lengua.

Tal vez empezando por el Sueño de sor Juana Inés, que es ensayo filosófico y poema, como el De rerum natura, siguiendo por Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña, Carlos Fuentes, Octavio Paz, Carlos Monsiváis, Rosario Castellanos, José Lezama Lima, Gabriela Mistral, Alfonsina Storni, Borges, Piglia, Aira, Caparrós, Vargas Llosa. Con un destacadísimo capítulo en la literatura colombiana: el sueño americanista de Germán Arciniegas, las emociones sabias de Mauricio García Villegas, la lucidez indómita de Juan Gabriel Vásquez, el asombro herido de William Ospina, las cartografías del delirio en Carlos Granés y el humanismo valiente e irrenunciable de Juan Esteban Constaín.

Y las crónicas, entre lo íntimo y lo político, de Gabriel García Márquez, Piedad Bonnett, mi admirado y amadísimo Héctor Abad Faciolince. A las que se unieron hallazgos retrospectivos como las memorias de Emma Reyes. Durante mi visita al Chocó descubrí Mi Cristo negro, de Teresa Martínez de Varela. Mujer singular, mulata, maestra, periodista, secretaria de educación, rectora de colegios, secretaria de juzgado, madre de seis hijos. Escribió la valiente crónica del último fusilado en Colombia, Manuel Saturio Valencia. ¿Qué recordaría Manuel Saturio ante el pelotón de fusilamiento?

Creo urgente destacar la exigencia estética y literaria de estas obras, que nunca se conforman con una expresión tan solo eficaz y somera en sus regalos verbales. Al contrario, buscan, en tensión lingüística permanente, expandir los límites de esta forma literaria e hibridarla con la poesía o la narrativa. No renunciar a la incandescencia de la palabra. Fue Alfonso Reyes quien definió al ensayo como el «centauro de los géneros», donde, «hay de todo y cabe todo, propio hijo caprichoso de una cultura que no puede ya responder al orbe circular y cerrado de los antiguos, sino a la curva abierta, al proceso en marcha, al etcétera». La metáfora del centauro refleja la condición mixta y mestiza del género, donde confluye la ciencia y el arte, la emoción y la investigación, tradiciones e irreverencias, hipótesis razonadas junto a intuiciones sugeridas. Ese centauro encarna –en palabras que tomo prestadas de Mauricio García Villegas– «un balance entre pasiones y reglas» y, sobre todo, dentro del paisaje de las ideas, expresa una poderosa originalidad, también entendida en su sentido etimológico de regreso a los orígenes.

Los libros necesarios son aquellos que descubren esas fracturas de desasosiego que, oscuramente y sin formularlas del todo, nos atraviesan. Tras ellos se oculta la tarea detectivesca de encontrar las preguntas que en cada momento laten, no verbalizadas.

Para fortalecer estos hallazgos, necesitamos leernos mutuamente, escuchar las ideas, deshacer los olvidos y omisiones, buscar un lenguaje inasible, secreto y poético en los territorios de la lengua compartida. Unir nuestras dos orillas con puentes y trenzas de literatura, para que las voces del sur que somos no queden orilladas. Cuidar la vitalidad de las palabras, que en ciertas épocas parecen titilar y apagarse, marchitarse como flores cabizbajas. Aquí, en Colombia, sin embargo, alzan el vuelo, aladas, como aves lingüísticas, como garzas verbales. Gracias a esa pujanza, crece nuestro idioma, músculo y lenguaje. Y, página a página, pensamiento a pensamiento, forjamos una familia verbal y vital.

Solo me resta agradecerles, con el acento más cálido, que la atención de ustedes se haya posado en los libros de quien les habla. Gracias, infinitas gracias.

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