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Tribuna
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Donald Trump en Paiporta

La oleada reaccionaria avanza para aplastar los “excesos” democráticos y sociales de la modernidad

Ilustración de la tribuna ‘Donald Trump en Paiporta’ de Xan López por Sr. García, 13 de noviembre de 2024.
Sr. García

Estos días he recordado un relato de Franz Kafka en el que un mensajero imperial debe entregar un mensaje crucial, susurrado a su oído por el propio emperador moribundo. Inmediatamente se pone en marcha, apartando con los brazos a las multitudes que se aglomeran en el palacio. Es un hombre “robusto, incansable”, que cuando encuentra resistencia de esas multitudes cuyo “número no tiene fin” puede señalar a su pecho, donde brilla el símbolo del sol imperial. Eso facilita su viaje, más que a cualquier otro hombre. Y, sin embargo, apenas es capaz de avanzar. Aunque consiguiera salir de la estancia imperial, todavía tendría que atravesar innumerables cortes, palacios y murallas, la inmensa capital imperial en el centro del mundo, su camino apenas comenzado obstruido por infinitos cuerpos entrelazados. Fantasea con llegar a los amplios campos, donde podría volar. Pero nunca llegará. Algunas veces ni los más capaces pueden hacer suficiente.

La noche del 5 de noviembre veo cómo las buenas gentes de Pensilvania, Míchigan y Wisconsin devuelven la presidencia de Estados Unidos a Donald Trump por un margen de apenas 250.000 votos. El mensaje sobre la necesidad de defender las instituciones frágiles e imperfectas de la democracia, a los más vulnerables, tampoco ha podido ser entregado. Aquellos que podían señalar a los viejos símbolos de autoridad, como la tradición constitucional estadounidense o el orden liberal internacional, tampoco han podido salir del palacio. Sí que ha sido entregado el mensaje de la dominación jerárquica, de la posibilidad de unirse al bando ganador aunque sea como el más miserable de los dominadores, siempre a punto de convertirse en la siguiente víctima. La oleada reaccionaria, una vez aplastados los “excesos” democráticos y sociales del siglo pasado, ya avanza para machacar lo que queda del espíritu universalista y emancipador de la modernidad.

Más cerca, leo cómo la alcaldesa de Paiporta llama a la delegada del Gobierno en Valencia la tarde del 29 de octubre. Mi pueblo se está inundando, le dice. No está preparado para esto. Va a morir gente. Ya está muriendo. La delegada a su vez llama por cuarta vez en ese día a la consellera responsable de emergencias. Una hora y pico más tarde la Generalitat lanza la alerta, pero ya es tarde. La dana de octubre de 2024 —convertida en más probable y feroz por el cambio climático— ha matado al menos a 223 personas. Los portadores de los símbolos de la ciencia tampoco han podido entregar el mensaje sobre el peligro creciente del cambio climático, sobre nuestra falta de preparación, sobre la necesidad de reducir lo más rápido posible las emisiones de gases de efecto invernadero. Sí que ha sido entregado, en Valencia como en otros lugares, el mensaje de recortar todavía más nuestra capacidad de respuesta, de reducir los impuestos a los que más tienen, de elegir a los peores gobernantes en el momento de mayor peligro.

Trump y Mazón representan la misma propuesta de gobernanza. Estos días es imprescindible hablar de ellos a la vez, aunque esa perspectiva más amplia desdibuje algunos detalles. Es mucho lo que comparten: el Estado como protector y botín para los míos, como disciplinador y ruina para mis enemigos. Unas instituciones que no están para proteger ni para regular ni para avanzar, sino para garantizar que cada uno permanezca en su sitio. El sálvese quien pueda, el gobierno de los negacionistas, el gobierno de los incompetentes. Ante esto, de nuevo, hay que entregar un mensaje desesperado: las infraestructuras, los protocolos y nuestros sentidos comunes del siglo XX, entre otras muchas cosas, no están preparados para el clima del siglo XXI. Si queremos sobrevivir necesitaremos un colosal esfuerzo de mitigación climática, antes de que cualquier adaptación se vuelva imposible. Necesitaremos una sociedad civil y unas instituciones más robustas, unos sindicatos más fuertes, unos partidos más audaces y un Estado que coordine y proteja ante una amenaza creciente. Este proyecto es el opuesto al proyecto reaccionario, cuyo mensaje sí se extiende por todo el imperio. El fascismo y la crisis climática poco a poco se están entremezclando en una única amenaza indistinguible.

Es fácil obsesionarse con que el fallo está en el propio contenido de nuestro mensaje. Si fuese más vehemente, más empático, más inteligente, si hubiese insistido en esta u otra cuestión, casualmente la que yo considero más importante, sin duda habría triunfado. Pero el problema no está en el mensaje susurrado en el oído, en si sus palabras contienen el encantamiento preciso. El problema está en que la autoridad de los símbolos que le abren paso puede ser la mejor disponible, pero hoy es insuficiente. En que nuestro mensajero no es capaz de atravesar a las multitudes a las que desesperadamente queremos alcanzar. Solo abandonando el prejuicio del perfeccionamiento eterno del mensaje podremos empezar a reconstruir nuestros símbolos y nuestros mensajeros.

Judah Grunstein, jefe de redacción de la World Politics Review, sugiere que la característica fundamental de nuestras sociedades es la falta de confianza. La proliferación de las teorías de la conspiración, la polarización, la fragmentación mediática, el auge de la xenofobia y las tensiones geopolíticas, pueden verse como respuestas inevitables a la falta de confianza entre países, en las instituciones, en los medios, en los demás. Las elecciones en Estados Unidos han sido un plebiscito contra la falta de confianza. Gradualmente, todas las elecciones son esas mismas elecciones. Los defensores de un proyecto imperfecto con una autoridad marchita se ven cada vez más impotentes para contener una marea que les rodea y que desborda todas las antiguas murallas. El proyecto de la dominación jerárquica, el de aplastar a alguien para ganar algo, parece más creíble que el del buen gobierno. Al menos para una mayoría frágil y volátil, desconfiada de sí misma, pero muchas veces suficiente.

Los mayores apoyos a Trump han estado entre la población que dice prestar ninguna o poca atención a las noticias sobre política. El vacío lo llena una red fluctuante de bulos y timos algorítmicos, perfectamente financiada, que produce una sensación de desconfianza omnipresente. Esa desconfianza juega incluso a favor de Trump: mucha gente no cree que vaya a hacer muchas de las cosas en las que lleva insistiendo meses. Estos son los nuevos mensajeros, que portan unos nuevos símbolos de autoridad. ¿Dónde están los nuestros? La mayoría fueron barridos por la revolución neoliberal. Como ya contaron Peter Mair o Ignacio Sánchez-Cuenca, vivimos las secuelas de una crisis profundísima de representación e intermediación. Todo un mundo de ideologías, partidos, sindicatos, asociaciones y medios, sostenes de un consenso que parecía eterno, fueron barridos en pocos años. El mensaje es similar al de antaño, algunas veces demasiado similar, pero cada vez son menos los que pueden entregarlo.

Decía Mario Tronti, después de la victoria totalizadora del capitalismo, que la forma más adecuada de hacer política sería ahora la de hacer oposición desde el gobierno. Pensamiento avanzado, que hoy se confirma. Todos los gobiernos de los antiguos símbolos parecen condenados a realizar una oposición permanente a poderes entregados a la erosión de la confianza. El realismo nos dice que llevamos tres o cuatro décadas siendo siempre oposición, remando a contracorriente. La ciencia nos dice que tenemos cada vez menos tiempo para evitar catástrofes insoportables. La restitución de unos símbolos y de unos mensajeros a la altura de estos peligros, más que el eterno refinamiento de un mensaje cada vez más impotente, es la tarea del presente. Una tarea previa, quizás más humilde, de infraestructura, de puro mecanismo. Es tentador soñar con los campos donde podríamos volar, pero todavía no hemos atravesado la primera muralla del palacio.


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