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Columna
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Alerta por contagio

Nos estamos blindando emocionalmente ante la agresividad, y el producto de nuestra indiferencia va a ser una sociedad más violenta y más desalmada

El presidente del Partido Popular, Alberto Núñez Feijóo, junto a la primera ministra italiana, Giorgia Meloni, el 19 de septiembre en Roma.
El presidente del Partido Popular, Alberto Núñez Feijóo, junto a la primera ministra italiana, Giorgia Meloni, el 19 de septiembre en Roma.Gobierno de Italia
David Trueba

Durante la epidemia de covid aprendimos mucho sobre enfermedades contagiosas. En aquellos meses, hoy reducidos a un recuerdo turbio según los grados de implicación en la tragedia, se especulaba con las formas de transmisión del virus. No era raro ver a gente protegerse de manera aparatosa y usar guantes y rociar cada paquete de la compra como si fuera radiactivo. Éramos ignorantes como lo somos ahora. Y la ignorancia conduce al miedo. Sin embargo, el contagio que vivimos en este momento es mucho menos obvio que aquel, pero nos empieza a condicionar la vida de manera tremenda. Para empezar, no sabemos muy bien definir el mal que padecemos, aunque se extiende de un modo implacable. Desde hace unos meses, puede decirse cualquier burrada sobre los inmigrantes sin que nadie se inmute. Hemos oído incluso decir que el método Meloni funciona y sería deseable copiarlo para España. ¿En serio? En Italia han hecho poco más que poner todas las trabas posibles al rescate de náufragos, cerrar sus puertos para desviar hacia la vía canaria las embarcaciones y empezar a levantar campos de detención en la vecina Albania. No es raro que los países limítrofes a los puntos de llegada de inmigración exijan ser pagados a tocateja para ejercer una especie de mano de hierro en el freno de inmigrantes. Estos países, cuyos escrúpulos a la hora de saltarse los derechos humanos son aún menores que los nuestros, han encontrado un negocio en eso de convertirse en sala de espera ingrata y violenta.

La popularidad del método Meloni, como el discurso de Orbán y otros similares que esperan el nuevo advenimiento del milagrero Trump, tiene que ver con ese nuevo descaro al afrontar los problemas. Se llama desprecio por los que no son como tú. Y al amparo del discurso violento y sin complejos de algunos líderes no es raro que le nazcan muestras cotidianas de intransigencia. A nadie le puede extrañar que regrese la violencia y la impunidad del insulto a los estadios de fútbol, cuando en muchas ocasiones el graderío aprende de las bancadas parlamentarias. El modo en que se ha desarrollado el ataque ruso sobre Ucrania y la respuesta israelí a la execrable acción de Hamás sobre las víctimas del infame 7 de octubre ha superado todos los límites del autocontrol bélico. Las muertes de civiles se contabilizan como muestra de la fortaleza de los liderazgos. En otro tiempo, estas atrocidades condenarían la reputación de cualquiera al sótano oscuro de la historia. ¿Por qué ahora no?

Nos estamos blindando emocionalmente ante la agresividad, y el producto de nuestra indiferencia va a ser una sociedad más violenta y más desalmada. Por efecto del contagio nos aproximamos a este modelo de falsa autoridad, un borbotón de discursos envilecedores que se filtran hacia las neuronas esponjosas de los más jóvenes y nos abocan a futuro preocupante. No todo son microbios; a veces el traspaso más peligroso nos llega a través de las palabras y las actitudes. Parece que la indignación y la exigencia de responsabilidades fueran gestos de debilidad por los que disculparse. El mal no es tan invisible como creen algunos; el problema es que, si no establecemos una distancia higiénica frente a estos infumables liderazgos duros, lo único que vamos a disfrutar es una convivencia despellejada y brutal. No hay epidemia más contagiosa que la deshumanización, activada hoy, cada día, con enorme vehemencia. Urge detener el contagio.

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