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Tribuna
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Del dolor y del placer

No se me ocurre una perspectiva más catastrofista, una utopía más deprimente que la que fantasea con un mundo de felicidad sin mácula

A person wears Varjo's human-eye resolution VR headset to learn human anatomy at the Varjo's Metaverse stand during the Mobile World Congress (MWC) in Barcelona, Spain February 27, 2023
Una mujer prueba unas gafas de realidad virtual en el Mobile World Congress en Barcelona.NACHO DOCE (REUTERS)
Santiago Alba Rico

“Me han acusado de no ser una mujer. Bien, lo confieso: no soy una mujer. Me han acusado de no ser negro ni homosexual ni pobre ni colonizado. Bien, lo confieso: soy hombre, heterosexual, blanco, de clase media, europeo. Dicho esto, confieso lo más obsceno: he sufrido”. Utilizo este texto del inclasificable Ciro Gonasti para recordar que en cualquier reino y en cualquier lugar, en el mejor de los mundos posibles, en Australia e incluso en el Paraíso, seguiremos sufriendo. Será bonito verlo. “Será bonito” quiere decir que será bonito habitar finalmente un mundo en el que se hayan desactivado el machismo, el racismo, las clases sociales. Pero “será bonito” quiere decir también que, suprimidas algunas de las causas sociales del dolor, será bonito que siga existiendo un mundo en el que aún haya sufrimiento. De hecho, no se me ocurre una perspectiva más catastrofista, una utopía más deprimente que la que fantasea con un mundo de felicidad sin mácula. Porque un mundo sin dolor significa un mundo sin cuerpo, sin amor, sin conflicto, sin arte, sin palabra.

Ahora bien, el texto de Gonasti tiene una segunda parte. Dice así: “Confieso que soy una mujer y me han violado. Confieso que soy negro y me han despreciado, que soy homosexual y me han perseguido, que soy pobre y me han castigado. Lo más grave no es esto. Confieso que a ratos he sido muy feliz”. Lo que quiere decir Gonasti es que, del mismo modo que el sufrimiento sobrevivirá a la supresión del dolor social, las víctimas del peor mundo posible no ven reducida su existencia a la violencia que se les ha infligido. De hecho, la negativa de las víctimas a identificarse con la voluntad destructiva del otro, la independencia anímica y vital de los dolientes respecto de eso que los victimarios —o las relaciones sociales— han querido hacer de ellos, es lo que llamamos dignidad. El sufrimiento de los afortunados tiene un mensaje universal: se llama condición humana. Los placeres de las víctimas tienen un mensaje universal: se llama dignidad. Me niego a ser feliz, le dice la condición humana al Paraíso terrenal. Me niego a ser desdichado, le dice la dignidad a su verdugo; me puedes hacer daño, pero no puedes convertirme en el eco estricto de tus golpes; no me identifico con el daño que me has hecho; vivo en otro sitio, soy otra cosa; no acepto ser solamente una prolongación de tu poder. Los blues cantan el dolor de los negros, pero los negros que cantan blues se sitúan por encima o al lado de su dolor ancestral.

El sufrimiento se alimenta de fuentes variadas y heterogéneas, no enteramente absorbibles en la lucha de clases o en la desigualdad de género. Puede decirse lo mismo de la felicidad, que no es el resultado de una acumulación de bienes de consumo o satisfacciones materiales. La mortalidad, la vejez, la soledad, la belleza, la conciencia misma nos harán sufrir en medio de la abundancia; el sol, el amor, el vino malo en buena compañía, la mirada de un niño nos harán reír contra el luto y la miseria. Si se piensa con calma, este descubrimiento radical es lo contrario de una invitación a la resignación y el fatalismo. Como blanco, heterosexual, de clase media, me tranquiliza saber que mi sufrimiento anticipa ya un mundo mejor en el que incluso los humillados y ofendidos podrán sufrir libremente. Como mujer violada, racializada o empobrecida, me tranquiliza saber que mi felicidad no pertenece a mis victimarios y que, por eso mismo, cada vez que gozo al margen de mi destino traumático, no solo me vuelvo independientemente humana, sino que prefiguro un futuro liberado de buena parte del sufrimiento de origen social. Nadie puede obligarme a ser feliz; nadie puede obligarme a ser desdichado. Si el Bien nos impone la felicidad, tenemos el derecho y, aún más, la obligación de rebelarnos y echarnos a llorar; si el Mal nos impone el sufrimiento, tenemos el derecho y, aún más, la obligación de rebelarnos y ponernos a bailar.

A derecha e izquierda se nos quiere obligar a ser lo que vivimos. Hay, por así decirlo, un puritanismo del dolor como hay un puritanismo del placer. ¿Sufrir de amores con la que está cayendo en Gaza? ¿Pensar la finitud humana cuando nuestro vecino no llega a fin de mes? Y del otro lado: ¿no es sospechoso que la mujer violada se compre un vestido nuevo, se ría con sus amigas, se cite con un joven desconocido en una discoteca? Siempre se ha considerado obsceno el dolor de los salvados y alienado o sospechoso el placer de los dolientes. Quizás es este malentendido el que ha hecho fracasar todas las revoluciones. Lo confieso: Ciro Gonasti no existe. Es un heterónimo que uso algunas veces, pero al final de su ficticia reflexión sugiere invertir la fórmula: “el dolor de los afortunados protege nuestra irreductible individualidad; la risa de las víctimas anuncia y prepara ya el nuevo mundo liberado”.

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