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tribuna
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Dadme a vuestros abandonados

Las elecciones en Turingia constatan que hay un votante que se siente excluido, olvidado por la política, incluso despreciado por los partidos y las instituciones y al que AfD ha tendido la mano

Partidarios de Alternativa para Alemania (AfD) participan en el mitin de cierre de campaña, el pasado 31 de agosto, en Erfurt, Turingia.
Partidarios de Alternativa para Alemania (AfD) participan en el mitin de cierre de campaña, el pasado 31 de agosto, en Erfurt, Turingia.CLEMENS BILAN (EFE)
Oriol Bartomeus

La victoria de la extrema derecha en las elecciones regionales en Turingia del pasado domingo es la culminación de un movimiento que viene produciéndose desde hace años y que tiene el epicentro en los estados alemanes de la antigua RDA, pero que ha alcanzado al oeste, como prueban los resultados de las últimas elecciones federales. Tampoco es un movimiento exclusivo de Alemania. Podemos ver las trazas del ascenso ultra en prácticamente todos los países de la Unión Europea (y más allá), pero el caso alemán tiene algo de especial, habida cuenta de la historia del país.

En Turingia, casi un tercio de los votantes han optado por Alternativa para Alemania (AfD), casi 400.000 votos. O lo que es lo mismo, un aumento del 52% respecto de los anteriores comicios. Si se toma como referencia la convocatoria de 2014, AfD habría triplicado sus votos en una década.

¿De dónde viene ese apoyo? ¿Qué ha pasado para que un tercio de los votantes turingios hayan votado a la extrema derecha? La comparación de los resultados del domingo con los de 2014 nos muestra que el voto a AfD parece no provenir de ningún otro partido. La derecha no retrocede y en la izquierda se produce un trasvase importante de las fuerzas “tradicionales” (Die Linke y también el SPD) hacia la nueva formación nacionalpopulista de Sahra Wagenknecht, pero en ningún caso se libera la cantidad de voto que asciende AfD. La clave está en la participación, que ha crecido 20 puntos, justo los que aumenta la extrema derecha.

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Lo que nos dice esto es que AfD se nutre muy principalmente (aparte de una base de voto ultra tradicional) de votantes movilizados, electores que en las convocatorias anteriores no acudían a votar y que han encontrado en la extrema derecha una oferta suficientemente atractiva como para acercarse al colegio electoral. Es algo que se viene observando en elecciones con presencia de la extrema derecha: un incremento significativo de la participación, en algunos casos nunca visto.

Habría dos elementos intrigantes en esta relación entre la extrema derecha y la participación. Por un lado, deberíamos celebrar que se produzca una mayor movilización del electorado, puesto que ello debería ser un síntoma de salud democrática. Que más electores acudan a las urnas es positivo, ya que demuestra que encuentran en la oferta partidista una opción a la que dar su voto. Sin embargo, a nadie se le escapa la paradoja que representa que esta mayor movilización se deba al concurso de una formación de dudosas credenciales democráticas.

Y aquí viene el segundo elemento que debería preocuparnos. Ningún otro partido había conseguido levantar del sofá a los casi 300.000 turingios que han salido a votar por AfD. Ni Die Linke, ni los socialdemócratas, los verdes, los liberales o la CDU. Ninguno de esos votantes vio en el pasado (ni tampoco este domingo) en ninguno de estos partidos una opción por la que votar, una propuesta a la que dar su apoyo, una que fuera merecedora de un paseo hasta el colegio electoral.

Estos votantes habían pasado desapercibidos a los partidos tradicionales, eran invisibles. La extrema derecha, en cambio, ha sabido recogerlos, interpretarlos, reconocerlos. Los ha visto, simplemente. Ha sabido que estaban allí, más allá de los muros del sistema. Era un voto que quería existir, que se sentía excluido, abandonado por la política, incluso despreciado por los partidos y las instituciones. Y hete aquí que AfD les ha tendido la mano, les ha dado la oportunidad de existir y ellos han aparecido. No es, por tanto, un voto de extrema derecha. No cree en las “soluciones” que propugnan los ultras (seguramente porque no cree que la política pueda dar soluciones a sus problemas). Simplemente, es un voto que quiere que se le tenga en cuenta, que se tengan en cuenta sus problemas. Son la very special people que Trump “ama”. Aquellos a los que Hillary Clinton llamó basket of deplorables durante la campaña de 2016, lo que finiquitó sus posibilidades de llegar a la presidencia al lanzar en brazos de Trump a los votantes blancos de las zonas desindustrializadas de los estados clave.

También es una parte sustancial del voto a Le Pen, o los chalecos amarillos que claman contra un París autista y endogámico, el París que representa como nadie el júpiter Macron. Curiosamente, es el mismo sentimiento que propulsa a los franceses de segunda generación que habitan la banlieue y que se sienten igual de ninguneados y excluidos. Es un ruido sordo, un bajo continuo, que puede percibirse en todas las sociedades: el de los que se sienten abandonados, traicionados, dejados de lado. Los que sienten que no están invitados a la mesa donde se reparte el pastel y buscan a alguien que les entienda, que les recoja, que dé voz a su desesperación. Y ese alguien acostumbra a ser (no siempre) la extrema derecha.

Esa extrema derecha que parece reproducir el famoso poema de Emma Lazarus inscrito en el pedestal de la neoyorkina estatua de la libertad (“dadme a vuestros rendidos, a vuestros pobres, vuestras masas hacinadas anhelando respirar en libertad”). Quizás vaya siendo hora de que otros partidos se atrevan a mirar a la cara a ese voto invisible, que les tiendan la mano, que los recojan y los reconozcan, que les hagan saber que también cuentan, que también les tienen en cuenta. Háganlo antes de que sea demasiado tarde.


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