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TRIBUNA
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¿Por qué interrogar a un presidente del Gobierno?

El silencio, por sí mismo, no permite deducir nada, pues es un derecho incuestionable de cualquier reo

El juez Juan Carlos Peinado, a su llegada el 30 de julio al palacio de La Moncloa.
El juez Juan Carlos Peinado, a su llegada el 30 de julio al palacio de La Moncloa.Claudio Álvarez

No es que un presidente del Gobierno no pueda ser interrogado. Lo hemos visto ya varias veces, desgraciadamente. La actuación de los miembros de cualquier poder del Estado debería estar libre de cualquier sospecha, y a ello deberían contribuir todos sus integrantes esforzándose, sin encubrimientos indignos, en que así sea. Pero ya sabemos bien que no están discurriendo las cosas por ese camino. En esta generación, algunos irresponsables han redescubierto el antiguo —antiquísimo incluso— juguete de utilizar las instituciones públicas para hacer guerra política, eso que llaman desde hace algún tiempo lawfare, y en esas estamos.

Pero ahora el problema ya no es esa declaración, que había venido precedida de la inopinada admisión de una denuncia confeccionada con simples recortes de periódico por un actor de indudable intención política. Huelga decir que la mayoría de los recortes eran de noticias no contrastadas, y así lo destacó la Audiencia Provincial de Madrid al corregir el rumbo de una investigación que, en esas condiciones, era prospectiva, y en la que el juez había llegado a declarar impropiamente el secreto de la instrucción, lo que también fue censurado por dicha Audiencia. Además de eso, las diligencias practicadas no parecen haber dado, que se sepa, fruto alguno meses después. Sin embargo, el juez consideró necesaria la declaración de un presidente del Gobierno que no solo tiene el derecho a declarar por escrito, que el juez le negó pese al evidente tenor del artículo 412.2 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, sino que posee además la dispensa de no declarar, que está establecida en el artículo 416.1 de la misma ley. En estas condiciones, el interrogatorio se avizoraba a todas luces como inconducente, lo que en estrictos términos probatorios hubiera debido llevar, prudentemente, a no ordenarlo, sobre todo teniendo en cuenta, como se ha explicado en el párrafo anterior, que el interrogatorio de un presidente no deja en buen lugar la imagen de nuestras instituciones.

Pero ahora, gracias a la providencia de 22 de agosto de 2024 —insólita fecha para una providencia que no es urgente—, sabemos que el juez explica que, de los silencios de Pedro Sánchez, pese a estar permitidos por el art. 416.1 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, se puede dar lugar a la “formación de inferencias”, lo que dicho en román paladino significa que piensa el juzgador que quien calla, aunque esté autorizado por la ley, puede estar ocultando algo. Y en ese punto, nuevamente, yerra el juez, lamento decirlo. Quien calla, jurídicamente no dice nada. Y desde la psicología del testimonio, ni de ese silencio ni de los gestos del declarante al callar puede deducirse nada que sea científicamente válido, menos aún, insisto, si está avalado por una norma legal, como es el caso.

Ocurre que, probablemente, el juez ha aplicado indebidamente la llamada doctrina Murray del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (1996), en la que dicho tribunal, de una manera altísimamente cuestionable, permitió que un juez británico pudiera corroborar con los silencios de un reo —no de un testigo— otros datos incriminatorios que ya figuraban en el proceso. Es decir, el silencio, por sí mismo, no permite deducir nada, pues es un derecho incuestionable de cualquier reo. Pero, junto con auténticos indicios confirmados —el silencio no lo es—, el silencio podía tener ese valor simplemente corroborador, que en ningún caso puede fundamentar por sí solo una condena. Como digo, esa jurisprudencia es profundamente discutible y muy peligrosa, y parte de uno de esos pronunciamientos que los tribunales hacen en situaciones muy comprometidas de escasez probatoria —era un caso de terrorismo—, pero que luego se trasladan, imprudentemente, a cualquier otro caso.

Ahora, naturalmente, se abre la posibilidad de que las imágenes de la declaración se filtren a los medios, y por ello la Fiscalía pidió que no se le entregara copia a las partes, sobre todo para no hacer más confusa y difícil la identidad de los posibles filtradores. Desde luego, una aplicación mecanicista y profundamente burocrática del artículo 302 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal avala ese traslado. Pero de las leyes se esperan interpretaciones constitucionales, y no de simple oficinismo. Lo que dice la ley es que las partes “podrán tomar conocimiento de las actuaciones”, y resulta que en esta actuación estuvieron todas presentes y se levantó acta de las mismas, por lo que conocimiento indudablemente tienen. Ya que el vídeo solo contiene una negativa a declarar, no es comprensible, bajo ningún punto de vista, qué utilidad para el derecho de defensa puede tener dar a las partes copia de ese vídeo, lo que aumenta de manera considerable el riesgo de filtraciones, como viene a asumir, indirectamente, la propia providencia del juez.

En conclusión, el traslado del vídeo solo puede servir para favorecer filtraciones, y eso es algo que el juez debe evitar, más allá de prevenir la comisión de un delito. No vaya a pensar nadie algo que, por supuesto, estoy completamente convencido de que no puede estar ocurriendo: que este sea un caso de lawfare.

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