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Construir sin planos

Todos los avances en la configuración del modelo autonómico se han producido por intereses circunstanciales

La secretaria general de ERC, Marta Rovida (izquierda), y la viceprimera secretaria del PSC, Lluïsa Moret, celebran la firma del acuerdo para la investidura de Salvador Illa, el pasado 7 de agosto en la Biblioteca de Catalunya en Barcelona.
La secretaria general de ERC, Marta Rovida (izquierda), y la viceprimera secretaria del PSC, Lluïsa Moret, celebran la firma del acuerdo para la investidura de Salvador Illa, el pasado 7 de agosto en la Biblioteca de Catalunya en Barcelona.
Oriol Bartomeus

La polémica sobre el acuerdo para dotar a Cataluña de un sistema de financiación “singular” está siguiendo las pautas de todas las polémicas precedentes sobre la configuración de nuestro modelo autonómico. El Estado de las autonomías se ha ido construyendo a golpe de necesidad y coyuntura desde sus inicios. No ha habido nunca un modelo a seguir. Por no haber al principio no había ni mapa. Los que ahora critican el pacto entre el PSC y ERC olvidan que todos los avances en materia autonómica se han producido por intereses circunstanciales. Desde el restablecimiento de la Generalitat de Cataluña (una jugada del Gobierno de Suárez para evitar un gobierno catalán en manos de socialistas y comunistas) hasta las sucesivas cesiones de la gestión del IRPF (a cuenta de las investiduras de González, primero, y de Aznar, después), pasando por el referéndum autonómico andaluz (ideado por el PSOE como un mecanismo de erosión del entonces tambaleante Gobierno de la UCD).

En la articulación de nuestro Estado compuesto no se sigue un ideal más o menos definido. Lean el título octavo de nuestra Constitución para comprobarlo o la definición del Senado como “cámara de representación territorial”. La construcción de la España autonómica se ha hecho a empellones y a cachos, generalmente a partir de la iniciativa de los partidos catalanes (los vascos, ya se sabe, negociaron lo suyo en el debate constituyente). Esto, que la iniciativa viniera de dónde venía, ha servido para hacer de cada nueva etapa de construcción del (no) modelo autonómico una excusa para la bronca partidista. Desde el mismo 1978 a cada nueva iniciativa descentralizadora se asegura, sin lugar a duda y a voz en grito, que España se rompe. Y mírenla.

Esta vez no es diferente. Después de la hibernación del pacto Solbes-Castells de 2009 por parte del PP (en este país ya empieza ser de uso común el saltarse los plazos que estipulan las leyes, incluso las orgánicas), el acuerdo para la investidura de Illa significa la reanudación de esa tarea para configurar nuestro Estado compuesto en la que llevamos ya cinco décadas. Más temprano que tarde algunos de los que hoy se rasgan las vestiduras encontrarán que tiene todo el sentido que quien asume la mayor parte del gasto público también sea el que recauda y van a exigir que se les aplique a ellos lo pactado para Cataluña. No será la primera vez que pasa.

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Y así, a trompicones, vamos definiendo la forma en la que nos organizamos políticamente desde hace casi medio siglo. Sin planos. Visto así, es casi un milagro.

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