Para qué sirve un teatro de ópera
Reinterpretar una creación para preguntarse sobre el presente no es traicionarla, sino lo contrario, aunque haya quienes solo desean disfrutar de la repetición
En el último año, un sector minoritario del público del Teatro Real ha abucheado Turandot, Rigoletto o Madama Butterfly. Concretamente, ha reprobado a sus directores de escena: Robert Wilson, Miguel del Arco y Damiano Michieletto. En el último caso, viendo que los pitos ya no bastaban para hacerse oír, se acompañaron de una sonora pataleta. Hace año y medio, un sector del público del Liceu abucheó la propuesta de Rafael Villalobos para Tosca e incluso hubo pitos en el prólogo dramático. Es probable que los teatros de ópera y las Cámaras legislativas sean los únicos lugares donde los adultos patalean y casi seguro que el perfil es el mismo: gente que siente que le están arrebatando algo que es suyo.
Las cuatro obras pertenecen al canon de la ópera, algo que comenzó a formarse a finales del siglo XIX. Es un proceso interesante. Sobre todo, porque el pop está recorriendo el mismo camino, donde el pasado no es que sea más importante que el futuro, sino que lo devora. Lo explica Orlando Figes en Los europeos. En la década de 1830, la Scala de Milán producía cinco o seis obras nuevas cada temporada. Treinta años después, el número se había reducido a una o dos. En todos los teatros, el descenso fue similar. Las óperas tendían a estar más tiempo en cartel y a entrar con más facilidad en el repertorio. Cada vez menos novedades y menos novedosas.
Orlando Figes ofrece razones materiales. Los teatros se hicieron más grandes, y tanto el crecimiento de las ciudades como la mejora de las comunicaciones aumentaron el público potencial. También pasaron a ser privados, y un título conocido con un reparto famoso ofrecía garantías de éxito, mientras que un estreno era una moneda al aire. Hacia el último cuarto de siglo, quien visitara París podía encontrarse la misma selección que en Londres, Milán, Nápoles, Madrid, Berlín, Viena o San Petersburgo. Los teatros de ópera y las salas de conciertos se convirtieron en museos donde se repetía sin cesar la misma música, como sucede hoy en día con los macrofestivales.
La consolidación de un canon siempre tiene efectos en el público. La gente quiere ir a ver lo que ya conoce y, si ese deseo es satisfecho, primero se vuelve conservadora y, después, puede convertirse en reaccionaria. Es la diferencia que la profesora Svetlana Boym hacía entre la nostalgia como reflexión o ensoñación y la nostalgia restauradora. La segunda cree que las respuestas a los problemas del presente se encuentran en una edad de oro traicionada y que todo se solucionaría devolviendo la vida a personas, pensamientos y prácticas de décadas anteriores, lo que podríamos llamar atrasismo. Es una posible explicación tanto del auge de la melancolía imperial o fordista como de la deriva de ciertos artistas de pop y rock. También, de la proliferación de las películas de zombis. Devolver la vida siempre es peligroso.
La ópera logró salir del bucle gracias a su parte dramática y con el impulso no siempre reconocido de la Revolución Rusa. Los primeros gobiernos soviéticos trataron de hacer accesible la cultura, a la que también quisieron dar un carácter revolucionario. El dramaturgo Anatoli Lunacharski hizo algo que hoy es muy familiar: puestas en escena innovadoras que reinterpretaban la trama. El Rienzi de Wagner pasó de la Italia medieval a la Revolución Francesa; El profeta se situaba en la Comuna de París, como Tosca, a la que se cambió el nombre por La lucha de la Comuna. Probablemente, también quería esquivar las demandas sobre derechos de autor. Los decembristas fue el nuevo título de Los hugonotes, que se situó en la revuelta de oficiales contar el zar Alejandro I. Lunacharski trabajó con grandes creadores vanguardistas, como Maiakovski, Malévich, Tatlin, Stanislavski o el director de teatro Meyerhold. El impulso revolucionario no duró mucho, pero ese modelo se extendió por Europa gracias a los exilios provocados precisamente por las purgas posteriores.
Desde sus inicios, el teatro presenta los conflictos aparentemente irresolubles del presente para reflexionar sobre ellos. No se trata de obtener respuestas, sino de hacerse preguntas. Precisamente, la trampa del atrasismo es pensar que ya existen soluciones y que, como explica la filósofa Clara Ramas en El tiempo perdido, todas pasan por regresar a ese pasado idílico. Es decir, mantener su poder, recuperar las viejas jerarquías y defender una integridad étnica, social o cultural que normalmente solo ellos son capaces de conocer y defender. El señor de los anillos es la narración que mejor ha explicado el devastador proceso psicológico y físico que se produce cuando alguien se cree depositario de algo. El apego a la identidad acaba por convertirse en amor a lo idéntico.
Reinterpretar la historia no es traicionarla, sino lo contrario. Antígona, Hamlet o La vida es sueño hablan del mundo de hoy. El Neo de Matrix no deja de ser un Segismundo con gafas de sol y abrigo de cuero. Todas las obras que perviven lo hacen porque son capaces de dialogar con varias generaciones, pero cada una tiene derecho a reformularla. Renacer en lugar de revivir. Por ejemplo, en el caso de Rigoletto o de Madama Butterfly, las puestas en escena de Miguel del Arco o Damiano Michieletto, con mayor o menor fortuna, despojaban a las historias de su tradicional velo romántico. No son historias de amor, sino de abuso, algo que somos capaces de ver ahora porque hemos cambiado la mirada. La locura femenina, tan habitual en la ópera romántica, es diferente cuando hemos puesto nombre a prácticas de maltrato psicológico como la luz de gas o la ley de hielo. La obra es distinta si la protagonista deja de ser objeto pasivo de amor y pasa a ser sujeto activo de la historia. No obtendremos respuestas, pero nos haremos otras preguntas.
El sector conservador quiere ver lo que ya ha visto. ¿Por qué aquí no hay un algoritmo que me dé lo que me gusta? Desea disfrutar de la repetición, de encontrarse en un lugar agradable en el que ya ha estado y protesta porque se siente traicionado en tanto que depositario del legado. Además, en el caso del Real o del Liceu, son propietarios y el actual modelo político vincula esa condición a la reformulación del concepto libertad. Si es mío, nadie puede decirme nada. Quizá, eso les impide ver una realidad: no se puede ser un gran teatro sin creación. No se puede ser un gran teatro de espaldas al teatro.
Lo viejo es mejor que lo nuevo. Lo dice Jep Gambardella en La gran belleza después de que su jefa haya comentado que el arroz está mejor recalentado. Es una de las numerosas mentiras de la película, llena de ironía, pero huérfana de placer gastronómico. Cocinar y amar son sinónimos, y la película no trata de la vida, sino de la muerte, de cómo la nostalgia nos convierte en espectros. La única verdad es dicha por un mago: es solo un truco. Es decir, puesta en escena. En el gran teatro del mundo, no hay nada más cierto que la máscara porque permite hablar sin distanciamiento irónico, sin protección. Nos permite ser vulnerables. No hay respuestas, pero el juego de la vida es imaginarlas y eso requiere el viaje de lo que vemos a lo que no vemos. Es decir, mirar más allá, mirar arriba. Puede ser al cielo, al futuro, a unos ojos o a un escenario.
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