Un motivo para escuchar la radio
El silencio suena más agudo al amanecer y en la noche. Pero una cosa es la compañía que proporcionan las ondas y otra, la del móvil
Desde aquella mala resaca de móvil que ya conté, intento moderarme. Igual que hay quien está eternamente a dieta, yo ando siempre controlando mi uso del teléfono, pero esta vez prometo que es distinto. He tenido una revelación: si es verdad que un buen día comienza en el anterior ―o dicho de otro modo, una jornada se empieza a torcer en la previa―, la calma matutina debe basarse en la nocturna, porque la hiperconexión es una espiral ansiosa que no se interrumpe durante el sueño. Si lo último que queda en mi retina al cerrar los ojos es el móvil, también será lo primero que desee ver al despertarme. Y al revés, en una jornada desbocada será difícil parar al final.
Sospecho que la clave consiste en crear una franja de seguridad de una o dos horas antes y después del sueño y defenderla de voces ajenas. Dejar pasar solo las que decidamos previamente, porque ¿qué es eso de escuchar a extraños al azar en nuestro propio lecho solo porque ellos así lo han decidido? Enmarcado por un buen comienzo y final, el resto del día será más sencillo y podremos mantener una conexión consciente y deliberada, que es aquella donde tomamos las riendas y no solo vagamos por donde el algoritmo y nuestras mentes cansadas nos lleven. Así que móvil fuera del dormitorio en la noche, pero también lejos del baño y la cocina en la mañana.
Pregunto con interés a los demás sobre sus hábitos. Las noches son sencillas para mí, me gusta leer, pero las mañanas a veces se complican. “Yo escucho la radio”, me dice el amigo de un amigo durante la boda que nos ha reunido. Javi es de las pocas personas que conozco que no tiene un dispositivo inteligente, tampoco usa mensajería, y lo hace en una defensa radical y coherente de su tiempo en familia. Noelia Ramírez escribió hace poco sobre la imposibilidad de recordar qué hacíamos al despertar cuando no existían los móviles. Ella imagina que, como Javi, se preparaba el desayuno con la radio de fondo, la banda sonora al amanecer de su casa. En la mía también fue así: mi madre aún se despierta con ella y mi padre coloca el transistor debajo de la almohada para escuchar los deportes. De vez en cuando, le regalamos uno nuevo, pero apenas se fabrican ya. Ha sido reemplazado por el teléfono y no por casualidad. El silencio suena más agudo al amanecer y en la noche. Las ondas impiden que entre cualquier voz en nuestras cabezas, pero no son tan crueles como para abandonarnos a solas con la nuestra.
Poca resistencia se podía oponer ante el móvil con internet, la máquina más perfecta creada hasta el momento por la humanidad para rellenar vacíos. A cambio le concedimos el poder de, si lo permitimos, invadirlo todo (siempre disponible, siempre a mano; nuestra mala hierba, nuestro parásito favorito). Porque una cosa es la compañía que proporciona la radio y otra distinta, la del teléfono. Como dice Javier Montes en un ensayo corto adorable llamado La radio puesta (Anagrama, 2024), una es relajada, poco demandante; la otra, bidireccional y exigente. En una la atención es algo que sucede de forma intermitente y natural; en la otra, existe una pelea a muerte por acapararla. “Un secuestrador no hace compañía”, escribe.
Paso lista a los objetos perdidos que fueron devorados e integrados en el móvil, por si merece la pena recuperarlos para defender en ellos nuestros vacíos. En el caso de los periódicos y revistas de papel, los libros, el reloj de pulsera, el calendario, el despertador y la radio, estoy segura de que sí.
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