Las palabras de los demás
La responsabilidad sobre lo que decimos y sus consecuencias es después de internet un lío verde y pringoso que no sabemos arreglar
Una profesora joven da clase a un grupo de niños pequeños. Les explica que sus palabras tienen poder sobre los demás y que, por tanto, conllevan consecuencias. Lleva un tubo de pasta de dientes en la mano, lo aprieta y monta un lío verde y pringoso sobre su mesa, y, aunque intenta volver a guardar el contenido dentro del envase, no hay manera. Pasa como con las palabras, continúa ella. Una vez dicho algo, no puedes no haberlo dicho, y aunque te disculpes es imposible arreglarlo del todo. Les da una norma sencilla: si le haces a alguien un comentario sobre su apariencia que no pueda arreglar en 30 segundos o menos, es mejor callarse; en caso contrario, adelante. Por ejemplo, avisar a un amigo de que lleva los cordones desabrochados está bien, pero comentarle algo más difícil de cambiar sobre su cuerpo o su pelo está mal.
El vídeo de la lección se ha hecho popular estos días supongo que por la tranquilizadora simplicidad del mensaje y el subsiguiente pensamiento automático: que también los adultos deberían aplicárselo. Recuerdo haber visto esa regla de los 30 segundos en otros lugares de internet, aunque a veces son 10 o 5 segundos. Tampoco importa demasiado de quién fue la idea original. Pienso que ojalá fuera todo tan sencillo como seguir unas normas inventadas y que internet es, de hecho, un diálogo infinito donde nunca sabemos qué es adecuado decir y qué no, a quién llegará nuestro mensaje y quiénes sufrirán las consecuencias, un mundo donde hemos perdido el contexto que nos ayudaba a no ser demasiado idiotas cuando nos juntamos en manadas, y que esas manadas son ahora digitales y más grandes que nunca.
De eso ―bullying, cancelación, internet, empatía, redención, grupo, lenguaje, reglas sociales― trata un libro fascinante, Soy toda oídos, escrito por la autora coreana Kim Hye-jin y publicado hace poco por la editorial Las afueras. En él, ni niños ni adultos son muy buenos entendiendo que sus palabras son, en realidad, actos. Las protagonistas son tres outsiders: una gata callejera, una cría acosada por sus compañeros y una terapeuta cancelada tras realizar unos comentarios desafortunados en televisión sobre alguien que se acaba suicidando, un caso que a pesar de la distancia que nos separa de Corea del Sur recuerda al de Verónica Forqué. Ante la amenaza una huye, otra lucha y otra se paraliza, que son las formas en que el cuerpo de los animales, también el humano, reacciona ante el miedo.
“Se puede apuñalar un corazón con unas cuantas palabras, con una frase. No sería una exageración decir que cada noche murió 100 veces, 1.000 veces, mirando el ordenador y el teléfono. Ahora a diario sueña con que su yo que murió entonces viene a buscar a su yo que sigue viva”, escribe la narradora sobre una terapeuta que no sabe qué hacer con el peso de lo dicho y “ya no salvaba a la gente a través de las palabras, sino que la mataba con ellas”. Algo en el libro me recuerda al clásico de Heinrich Böll El honor perdido de Katharina Blum, que justo este año cumple 50. Aunque es una crítica a los tabloides y Soy toda oídos se centra más en el coro griego social, su unión hace brillar una idea importante, cómo la responsabilidad sobre lo que decimos y sus consecuencias es después de internet un lío verde y pringoso que se ha esparcido entre todos nosotros y no sabemos cómo arreglar. ¿Estamos preparados para la posibilidad de hablarle a todo el mundo? Y, al revés, ¿lo estamos para escuchar todo lo que la gente tiene que decir sobre nosotros?
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