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Amal

No es tan fácil para las mujeres inmigrantes poder disfrutar de la vida libre que ofrecen los países igualitarios a los que llegan

Varias mujeres lloran el pasado domingo durante la concentración en la plaza de la Constitución de las Pedroñeras.
Varias mujeres lloran el pasado domingo durante la concentración en la plaza de la Constitución de las Pedroñeras.Foto: David Expósito
Najat El Hachmi

No dejo de pensar en ella, en Amal. Su verdugo cumplió la amenaza que tanto repiten los maltratadores cuando se dan cuenta de que la violencia que han ejercido sobre sus víctimas ya no surte efecto, cuando ellas han conseguido tomar conciencia de que eso no es vida. Nada provoca más al déspota doméstico que darse cuenta de que su sometida tiene lo que más se ha afanado en arrebatarle: la esperanza. Pienso en Amal y en sus hijos porque son tres nuevas víctimas del terrorismo machista pero también pienso en ellos porque Amal era mujer pero además inmigrante.

Con ella me vienen a la cabeza todas las que se parecen a ella: solas en un país donde no conocen a nadie, lejos de la propia familia, sin estudios y sin a penas conocer el idioma. Encerradas en las casas, dependientes económica y administrativamente del marido, sintiéndose inútiles ahí afuera, donde las autóctonas conducen y trabajan y estudian y deciden libremente lo que hacen o dejan de hacer. Si mujeres como Amal vienen de una población remota en la que el encierro de la población femenina es tenido por natural, al llegar a países igualitarios como el nuestro no tardan nada en integrar tan exóticos valores. Como para no hacerlo, como para no darse cuenta de que una vida libre es mejor que una de reclusión. Pero no es tan fácil para las reagrupadas salir a coger ese fruto que parece al alcance de la mano. Aunque no entiendas muy bien el idioma, entiendes que para un sector de la sociedad en la que vives no eres más que una mora analfabeta. De ese racismo también se aprovecha muy perversamente el maltratador inmigrante (que no inmigrante maltratador) que rodea a su sometida de concertinas psicológicas y alambradas mentales para impedir su huida.

Por suerte no fue el caso de Amal, que había roto las cadenas con que la tuvo atada su asesino y contaba con la ayuda de vecinos, amigas y el Ayuntamiento en el que trabajaba. Aquí lo que falló fue el sistema de protección de las víctimas y ese fallo tiene consecuencias terribles para las Amal que siguen en sus casas aterrorizadas. Tomar conciencia de la propia condición de víctima de violencia machista es un camino largo y doloroso, tomar la decisión de denunciar requiere un coraje de héroe heleno y un esfuerzo titánico. Por eso es tan descorazonador que, habiendo pasado por todo esto, se dejará en libertad al denunciado. Para otras víctimas este feminicidio tendrá un efecto ejemplarizante que puede erosionar sus ya diezmadas esperanzas y su confianza en el sistema, un enorme retroceso que no nos podemos permitir.

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