El amigo americano
La sociedad española fue seducida en el periodo de entreguerras por la modernidad que llegaba de Estados Unidos
En los años veinte España se llenó de apaches. Algunos vinieron directamente de las praderas del lejano Oeste, otros se pasaron antes por París (suele ocurrir con los fenómenos culturales: siguen itinerarios imprevisibles y se mezclan, se vuelven mestizos, impuros). En esos tiempos se relacionaba a los apaches con cualquier tipo de violencia extrema, y se hablaba de los “apaches fascistas” o se calificaba de tales a los pistoleros que trabajaban para el hampa barcelonesa. En 1925 se desarticuló en Bilbao una “banda de apaches”. Pero se estrenó también una zarzuela, Los apaches de París, e incluso sonaba un cuplé a ritmo de charlestón que cantaba Celia Gámez y que en algún momento decía: “Si vas a París, papa, / cuidado con los apaches”. En las revistas de moda el asunto era la “silueta apache”: “un gran pañuelo —seguramente rojo— anudado al cuello y el pelo como trasquilado que cae en guedejas sobre la frente y en los lados”.
Lo cuenta el historiador Juan Francisco Fuentes en Bienvenido, Mister Chaplin (Taurus), un fascinante recorrido por la americanización del ocio y la cultura en la España de entreguerras, como reza el subtítulo, y que resulta muy saludable para vacunarse contra el vicio de la autenticidad y el purismo patriótico. La cuestión a la que procura responder el libro es qué fue lo que pasó para que la sociedad española, que salió desgarrada de la apabullante derrota que su Gobierno sufrió ante Estados Unidos en 1898, y que estaba sometida desde 1923 por la dictadura de Primo de Rivera a un fuerte proceso de nacionalización, quedara, sin embargo, seducida por todo aquello que llegaba de Estados Unidos: el cine de Hollywood, el jazz, la lengua inglesa, los rascacielos y el automóvil, la defensa de los derechos de la mujer, la tolerancia religiosa, el reto de gobernarse cada uno a sí mismo o, como apunta Fuentes, “el cuidado del cuerpo a través de la higiene y el deporte o la reivindicación de la vida al aire libre y del entorno natural como fuente de espiritualidad y conocimiento”.
El gran dilema al que se vio abocada la dictadura de Primo de Rivera —el mismo que padecían de distinta forma otros países europeos— era el de abrirse a la modernidad o el de perseverar en devolverle a España los valores tradicionales: Ejército, Iglesia y Corona, y amor a la religión y la patria. Una gran parte de la sociedad lo tuvo claro y, al final de la década, había elegido. “Los jóvenes se sentían dueños de una época que parecía hecha a su medida y que identificaban con la velocidad, el cine, el deporte, el maquinismo, la crisis de los valores tradicionales, el cambio en el estatus de la mujer y una concepción totalmente distinta de la política”, escribe Fuentes. Y llegó la República con todas sus promesas de construir un país diferente, abierto y plural, más justo, más libre.
Siempre ha sido difícil la relación entre Estados Unidos y Europa, está llena de ruidos y ambigüedades, idas y vueltas, amor y odio, y es pertinente recordarla ahora que el mundo parece estar transformándose de nuevo. Ya le ocurrió a Tocqueville en el siglo XIX: de un lado, la fascinación por su igualitarismo; de otro, el horror por su plutocracia. En 1936 se estrenó en España Tiempos modernos, de Charles Chaplin. Cuando empezó la guerra sufrió “un evidente ostracismo” en la zona de los militares rebeldes, cuenta Fuentes, mientras que los que estaban al otro lado del frente valoraban el compromiso de Chaplin con la República. Charlot, en aquellos tiempos duros de lucha contra los fascismos, era “uno de los nuestros”.
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