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Tribuna
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Las obsesiones de la izquierda y el Nuevo Frente Popular

Miramos con cierta envidia sana los movimientos de unidad en Francia cuando en España ya hay una coalición progresista

Las obsesiones de la izquierda y el Nuevo Frente Popular. Lilith Verstrynge
Eulogia Merlé

No por ser casi un mantra es menos certero: la izquierda padece obsesiones que le impiden liberarse de cierta nostalgia contrarrevolucionaria, mirar al futuro y, por tanto, pelear la victoria con las normas del presente. Los símbolos son inmutables, el purismo político una obligación y las moralinas y complejos un rasgo de carácter. Además, una épica pasada de moda, recurrentes refundaciones e interminables congresos donde solo se debate la izquierda a sí misma, la alejan no solo de la gente afín, sino, sobre todo, de la juventud. La tan cacareada unidad de la izquierda es la principal de estas obsesiones. Un hit que se repite hasta convertirse en un fetiche. Y la unidad no puede ser un fin en sí misma. Porque si lo es, pierde toda su efectividad y genera lo contrario de lo que se busca: el borrado de identidades políticas, de la imprescindible divergencia y de los matices, que son la base de una izquierda que quiera alcanzar y apelar a un electorado mucho más amplio. La unidad debe ser, circunstancial y estratégicamente, la alianza en el reconocimiento y la convivencia de las diferencias.

Miramos desde España con cierta envidia sana la reacción de la izquierda francesa ante la disolución de la Asamblea Nacional por parte del presidente Emmanuel Macron y la posibilidad muy real de que la extrema derecha llegue al poder por primera vez desde los tiempos de Pétain (1940-1944). Compartimos en redes sociales sus acuerdos, su programa, su cartelería y suspiramos por aprender de su ejemplo. Lo cierto es que la historia de los frentes populares no nació ayer, y la izquierda francesa lleva años fuera del Elíseo, con fuertes debates, figuras controvertidas, refundaciones variadas y dolorosos aprendizajes. Por ejemplo, cualquier militante comunista francés nos recordaría que la unidad de la izquierda se hizo siempre con sus votos para, inmediatamente después, expulsarles de todas y cada una de las “coaliciones antifascistas” —pasó con Léon Blum, con Charles De Gaulle y más tarde con François Mitterrand—. Tampoco ellos están exentos de guerras cainitas.

Por su parte, el histórico Frente Popular que llevó al socialista Blum a ser primer ministro no se conformó exclusivamente contra el auge de la extrema derecha. Lo hizo, sobre todas las cosas, a favor de un nuevo modelo económico y de sociedad. La unidad fue el vehículo que utilizó la izquierda para implementar con firmeza mejoras que aún hoy siguen vigentes: la jornada laboral de ocho horas o las vacaciones pagadas, las políticas de bienestar social o la nacionalización de industrias estratégicas, etcétera. Acompañadas de una política exterior antifascista —en un contexto en el que el fascismo y las extremas derechas aumentaban su poder y desmantelaban el movimiento obrero—, fueron las claves de una unidad que traspasó lo ideológico y superó las formas anteriores.

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En Francia hay un sistema electoral presidencialista de doble vuelta, con sufragio universal directo que permite al pueblo francés elegir de primera mano a su presidente. Dos vueltas que se replican en la elección de sus diputados como ocurrirá ahora en las elecciones legislativas. La doble vuelta, también, al contrario de lo que sucede en España, obliga a formar coaliciones previas a los comicios electorales. De ahí que François Rouffin, diputado de La Francia Insumisa (LFI), al poco de conocerse los resultados de la líder de ultraderecha en las elecciones europeas, utilizara sus redes sociales para publicar el logo del Frente Popular de 1936. Una llamada directa y sin titubeos a reaccionar ante Jordan Bardella, ante Marine Le Pen, ante la invasión en medios de comunicación y redes sociales de la foto del abrazo de los ganadores.

En un cálculo apresurado, Macron disolvió la Asamblea pensando que pillaría a su izquierda y a su derecha a contrapié y él podría levantar de nuevo un bloque anti- Reagrupamiento Nacional (RN). Pero ya lo decía Napoleón, “impossible n’est pas français”, y el Nuevo Frente Popular consiguió alcanzar un acuerdo de unidad en un tiempo récord, apenas cuatro días de negociaciones. El jueves 13 de junio, en un escueto comunicado, comunistas, insumisos, verdes y socialistas anunciaron el acuerdo y la consiguiente creación del Nuevo Frente Popular. Las encuestas publicadas los días posteriores hicieron tambalear los resultados aplastantes de RN. En su encuesta más reciente, Cluster 17 sitúa al Frente Popular (28,5%) a un punto del partido de Le Pen (29,5%). Y no solo eso: esta unión quirúrgica ha conseguido, por primera vez en ocho años, generar una alternativa real a la ultraderecha, sí, pero también al Gobierno neoliberal desbocado de Macron. Una alternativa al Macron de la desastrosa política exterior intervencionista, de las privatizaciones (la compañía ferroviaria SNCF; La Poste, que gestiona el servicio postal…), de los recortes… que ha sido, sin lugar a dudas, un responsable importante del crecimiento ultra que ha experimentado Francia.

Tras meses de fuertes discrepancias, acusaciones cruzadas y competición electoral, hay una alternativa con un programa único, un contrato de legislatura para los 100 primeros días de mandato. Subir el salario mínimo a 1.600 euros netos, reducir la edad de jubilación a los 60 años, hacer efectiva la jornada laboral de 35 horas y reducirla a 32 horas en los trabajos penosos o nocturnos, e intervenir los precios de los productos esenciales. ¿Nos suena la letra de la canción?

Por supuesto que hubo desafíos en el proceso de negociación. Entre los puntos más controvertidos se encontraba la transición ecológica, donde se acordó un plan ambicioso que priorice las energías renovables y una reducción gradual del uso de energía nuclear. También, los asuntos internacionales más candentes en los que la coalición tenía significativas diferencias. Finalmente, se optó por una mayor integración europea, mantener la cooperación con la OTAN, apoyar a Ucrania en la defensa de sus fronteras y promover el reconocimiento del Estado palestino.

No cabe ninguna duda de que, como en 1936, fueron las necesidades del combate electoral las que facilitaron llegar al acuerdo. Muchos comentaristas se burlaron de esta reconciliación de última hora, pero olvidaron que en enero de 1936 solo se acordó una base para retirarse en la segunda vuelta y que cada uno de los partidos presentó su propio programa.

El Nuevo Frente Popular está en marcha, ha levantado una fuerte esperanza, pero estamos seguros de que no será un camino de rosas: ninguna propuesta de unidad puede llevarse a cabo sin un método, sin un objetivo electoral compartido, sin la compatibilidad de la soberanía de las direcciones nacionales de los partidos. Si algo hemos aprendido del ejemplo español es que queda mucho trabajo por hacer y que la única manera de aprender a acordar es acordando.

No deja de ser una ironía del destino cómo la izquierda del sur de los Pirineos ha fantaseado estos últimos días con el ejemplo francés, mientras en Francia la gente cree —con buenas razones— que en España ese frente popular ya existe y está representado en la experiencia del Gobierno de coalición progresista. Hace pocos meses, un diputado de LFI me decía: “Comprendo que tú, que conoces mejor la situación española, encuentres elementos desilusionantes y críticos, pero entenderás que la situación actual en Francia nos permite elegir solo entre un Gobierno liberal privatizador y una extrema derecha que lleva casi 10 años pasando a la segunda vuelta”. Pronto podría dejar de ser así.


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