Guardaos de los apolíticos
Los estudios muestran que quienes no suelen toman partido en público tienen cierta tendencia a respaldar actuaciones extremas
Nos quejamos todo el rato de la politización de la cosa pública, pero ¿de verdad creemos que ser apolítico es una virtud? Yo suelo archivar a quienes se declaran apolíticos en la carpeta de las filas conservadoras, puesto que parece venirles bien dejar las cosas como están y no meterse en más averiguaciones. Son como el doctor Pangloss de Voltaire. Cuando Pangloss, Cándido y Santiago el anabaptista se dirigen a Lisboa en un barco, llega una tormenta y Santiago el anabaptista se cae por la borda. Cándido quiere tirarse al mar para salvarlo, pero Pangloss le detiene con el argumento, francamente difícil de rechazar, de que la bahía de Lisboa había sido diseñada por Dios para que Santiago el anabaptista se ahogara.
Los anabaptistas (“rebautizados”, literalmente) no gozaban de mucho predicamento en la época. La forma de pensar de Pangloss, en cualquier caso, ha pasado a la historia como uno de los sesgos cognitivos más obtusos que existen: el de creer que vivimos en el mejor de los mundos posibles. Una idea comprensible en un magnate o un dictador, pero más bien roma en una persona del común. Como le dijo o le debió decir el general Franco al director del diario falangista ‘Arriba’, “usted haga como yo y no se meta en política”. ¿Para qué, si ya vivimos en el mejor de los mundos posibles? Esa es más o menos la estructura mental de un apolítico, ¿no es cierto?
Pero la política, me dirás, es una lucha descarnada por el poder, donde no hay oponentes a los que escuchar sino enemigos a los que batir. Mi carácter pacífico, me dirás, me impide meterme en ese avispero de hipocresía y hostilidad, de pelotera y mal rollo en general. Créeme, te responderé yo, comprendo a la perfección tus reservas, yo mismo soy alérgico al ruido y la pendencia, pero no sé qué otra cosa podemos hacer ante las situaciones injustas que plagan nuestras sociedades, ante las derivas racistas y las pertinacias machistas, ante la codicia de los psicópatas y la maldad miope de los privilegiados. Eso te diré, y tú te encogerás de hombros y sacarás el teléfono para recocerte un día más en las cámaras de eco donde solo oyes tu propia voz rebotando en las paredes hasta la náusea.
Ahora echemos un vistazo a un experimento bien curioso de Joseph Siev y Richard Petty, dos psicólogos de la Universidad Estatal de Ohio en Columbus. Ellos no usan el término “apolítico”, como he hecho yo hasta ahora, sino “ambivalente”, en referencia a una persona que no se pronuncia o no se decide sobre las polémicas políticas de su tiempo. Como suelen hacer los psicólogos experimentales, han estudiado a 13.000 voluntarios incluidos muchos “ambivalentes”, personas que no suelen votar ni apoyar ni mucho menos donar dinero a ningún partido político.
De forma por completo inesperada, resulta que ese grupo de apolíticos tiene una extraordinaria tendencia a respaldar actuaciones extremas, incluidas la violencia y el vandalismo. Nadie, ni siquiera los propios investigadores, esperaban un resultado tan chocante y contrario a la intuición. Uno esperaría que los apolíticos estuvieran paralizados por su dificultad para tomar partido, anegados por la duda y la desconfianza, pero los hechos nos revelan exactamente lo contrario. No importa si el tema es el aborto o las mascarillas de la covid, son justo los ambivalentes quienes defienden las medidas más drásticas contra quienes piensan distinto, como echarles del trabajo y cosas aún peores. La solución de votar a partidos que coincidan con sus puntos de vista rara vez se les pasa por la cabeza.
Contra lo que solemos pensar con cierto automatismo, la gente ambivalente o apolítica parece ser una fuente notable de extremismo. Recuerda esto la próxima vez que apagues un debate electoral en la tele. Fuera de la política hace mucho frío.
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