España entre sol y sombra
La fiesta taurina, ya en plena agonía, ha sido asumida por la derecha castiza como un arma de ataque y resistencia política a cara de perro
Al matador de toros se le llama diestro porque su oficio se basa en la destreza, no en el arte, a menos que se llame arte al hecho de matar al toro sin degollarlo y acertar con el descabello a la primera. Eso también lo hacen los buenos matarifes en el matadero y nadie les llama artistas. La corrida posee una estética singular que se apoya en la crueldad con que se trata a un animal. Sobre esto no hay discusión. El festejo taurino termina siempre convirtiendo la belleza del toro en un estofado sangriento. A algunos españoles les gusta, pero a la inmensa mayoría no les gusta. El taurino no ve la crueldad porque, debido a la costumbre, contempla esta tortura como algo natural y necesario para la lidia, hasta el punto que puede bostezar mientras sucede la carnicería; en cambio, el antitaurino, al comprobar que con el primer rejón la sangre del toro le llega hasta la pezuña, se niega a seguir y deja las verónicas y los pases de pecho para quienes se los quieran tragar. Ortega y Gasset decía que sin la fiesta de los toros no se podía entender la historia de España. Cierto. Tampoco se podría entender sin la Inquisición, sin el hambre y el analfabetismo secular, sin el grito de ¡vivan las caenas!, sin el bandolerismo, sin la pareja de la Guardia Civil decimonónica cuya silueta con el capote, el tricornio y el fusil naranjero al hombro causaba pavor en los caminos polvorientos de aquella España negra. Quede claro que Goya era antitaurino y en el Guernica de Picasso alienta una inspiración goyesca porque en el fondo ese cuadro es una tauromaquia unida a los desastres de la guerra. Hasta hace poco la afición a los toros no tenía ideología. Siempre ha habido taurinos de izquierdas y de derechas, solo que hoy la fiesta, ya en plena agonía, ha sido asumida por la derecha castiza como un arma de ataque y resistencia política a cara de perro. Llega San Isidro y en la plaza de Las Ventas empieza la hecatombe con un ruedo ibérico partido en dos, como el país, en sol y sombra.
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