Ortega y los toros
Puesto que son numerosos los Ortega que tienen que ver con los toros, precisemos inmediatamente que se trata aquí de José Ortega y Gasset, el filósofo de la razón vital, que dejó algunas páginas memorables sobre las corridas de toros.
Cuenta la leyenda que era buen torero de salón y está acreditado que en alguna ocasión se puso delante de una vaquilla para torear con muleta, aunque nunca se vistió de corto, a no ser que fuera en el Carnaval de Múnich, en un baile de disfraces al que asistió con su amigo el torero Domingo Ortega. Fue éste quien dio motivo a que nuestro filósofo escribiera de toros al solicitarle un escrito que abrigara el libro de tema taurino que se disponía a publicar Revista de Occidente, la editorial que acababa de ser recuperada y que ya entonces dirigía un joven José Ortega Spottorno, que, andando el tiempo, sería el fundador del periódico que acoge estás páginas sobre su padre. En efecto, El arte del toreo vio la luz en 1950 con un epílogo de título tan largo como preciso: "Enviando a Domingo Ortega el retrato del primer toro", en donde el filósofo contaba una curiosa historia acerca de los últimos toros salvajes que vivían en el norte de Europa.
Desgraciadamente, las corridas de toros han quedado en el conjunto de la obra de Ortega como un tema menor porque se acercó a él siempre instado desde fuera. Fue otro puro azar lo que provocó que dedicara unos párrafos al tema taurino en el curso sobre Una interpretación de la historia universal. En torno a Toynbee. Estamos en el invierno de 1948-1949. La víspera ha disertado sobre las etapas del Estado romano. Por la tarde los periódicos publican otro de los comentarios insidiosos que tienen por costumbre: al curso de Ortega asisten toreros. Como le irrita lo chabacano de la intención, decide responder: "¿Qué idea tienen de lo que es, sobre todo de lo que tiene que ser la ciencia, y especialmente la ciencia de humanidades, y qué idea tienen de lo que es y ha sido el toreo en España esos mentecatos?" (dicho sea entre paréntesis: es vieja, por tanto, esa manía de relacionar la cosa taurina con la barbarie y declararla, así por las buenas, exenta de halo cultural, asociando caprichosamente lo culto con lo científico y lo científico con lo correcto moralmente, como se ha repetido hace unos días desde las columnas de este periódico, sirviéndose, precisamente, de la trayectoria de Ortega).
Pero también se ocupó de los toros como forma de vida y experiencia estética. Si hubiera redactado su anunciada meditación sobre Paquiro o de las corridas de toros habría intentado desentrañar el misterio de ese quehacer humano que es torear. Lo que pasa entre el toro y el torero, a excepción de la cogida -señala con ironía-, es difícil de comprender. Todo es fugaz en la lidia, casi intangible, prendido en el instante que pasa y que, pasando, aspira a no pasar, estampa que se redime en la querencia de que su belleza y armonía la ancle en la memoria del espectador.
Se sorprendía de que no se hubiera escrito una geometría del toreo, del movimiento, puesto que la suerte de la lidia depende de que el torero tenga o no esa "extrema inspiración cinemática" que le permite comprender de un golpe de vista qué terreno tiene que pisar en función del que quiere pisar el toro. Dice Ortega que la virtud del buen torero es la "valentía clarividente", que describe como la "lúcida percepción de lo que el toro está queriendo hacer". Si acierta, la jornada resultará memorable, y si no, oscilará entre el aburrimiento y la tragedia. Y, en efecto, este punto de la tragedia, de la muerte segura del toro y de la posible del torero, tampoco fue descuidado por el europeo Ortega, que no sólo era consciente de la absoluta excepcionalidad de nuestra fiesta de toros, sino que no ignoraba que hería muchas susceptibilidades. Creo que siguen teniendo vigencia sus reflexiones en nuestros tiempos de entusiasmo animal. Sopesa el sentido de la muerte en la plaza frente a la muerte anónima en el matadero o en la soledad del prado y cuestiona que el sufrimiento infligido al animal sea el único factor moral a tener en cuenta. Finalmente, evita la actitud del mandarín moral, siempre dispuesto a la condena fácil. Desde su vocación de filósofo nos dejó una duda perfectamente enmarcada entre las astas de un toro: "No está dicho siquiera que el mayor y más moral homenaje que podemos tributar en ciertas ocasiones a ciertos animales no sea matarlos con ciertas mesuras y ritos".
José Lasaga es catedrático de Filosofía
Babelia
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