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Tribuna
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Retomar el control sobre la tecnología digital

Muchos expertos alertan sobre los retos sin precedentes de una digitalización mal enfocada y delimitada

Una niña mira un teléfono móvil debajo de las sábanas.
Una niña mira un teléfono móvil debajo de las sábanas.Jan Tepass (Getty Images/Westend61)

La lenta toma de consciencia de los efectos de los smartphones sobre la salud mental recuerda lo que ha ocurrido en las últimas décadas con el cambio climático. A pesar de numerosos estudios que apuntan hacia la mayor epidemia de problemas de trastornos mentales jamás observada y su relación con un uso indiscriminado de la tecnología digital, nuestra respuesta tarda en llegar.

Según un análisis recién publicado por la organización Cyber Guardians, en España las enfermedades mentales en menores han aumentado un 300% entre 1997 y 2021, con una aceleración a partir de 2012. Entre otros elementos, el despliegue desigual de la fibra por provincia (sinónimo de un acceso sin restricciones a Internet) permitió establecer un vínculo de causalidad con el uso de la tecnología. Otro estudio, publicado el año pasado por Sapien Labs, mostró que la probabilidad de que una joven adulta padeciera depresión se disparaba un 61% si había tenido un smartphone a los seis años con respecto a otra que lo hubiese recibido a la mayoría de edad.

Más allá de las estadísticas, cada vez más profesionales alertan sobre la urgencia sanitaria generada por la omnipresencia del smartphone, como Francisco Villar, coordinador del Programa de Atención a la Conducta Suicida del Menor del Hospital Sant Joan de Déu de Barcelona, en el cual se ha multiplicado por cuatro el número de jóvenes atendidos al año entre 2014 y 2022. La presión social ejercida por las redes, los ciclos acelerados de producción de dopamina provocados por las plataformas o el aumento del cortisol (hormona del estrés) provocado por la mera presencia del smartphone en una habitación, son considerados responsables de una mayor insatisfacción frente a la vida y un malestar en el conjunto de la población, acostumbrada a gratificaciones instantáneas. La hiperconexión también genera soledad, factor que incide negativamente en nuestro bienestar.

Estos son únicamente unos de los síntomas de un despliegue tecnológico que no hemos enfocado ni delimitado correctamente. La tecnología cada vez más sofisticada con la que nos relacionamos permite que unos exploten las vulnerabilidades de otros. Su creciente autonomía también hace que escape progresivamente a la comprensión de sus propios creadores. Las implicaciones para nuestra especie son cognitivas, sociales, políticas, económicas y hasta existenciales.

La mayor dificultad para acceder a una información veraz (y sus implicaciones para la vida democrática), el refuerzo de la vigilancia indiscriminada (no solo en las dictaduras sino también en los regímenes liberales), o el condicionamiento de nuestras decisiones por los gigantes tecnológicos son otras manifestaciones de una tecnología a la que hemos dado rienda suelta, fascinados por su potencial y por el espectáculo que nos ofrece.

Las instituciones e infraestructuras creadas por los humanos a lo largo de los últimos siglos y décadas, en parte responsables del mayor nivel de libertad, seguridad y bienestar del que gozamos, también son vulnerables ante una digitalización descontrolada. La prensa, apoyada en el trabajo de periodistas profesionales, ha sido una de las más afectadas por las grandes plataformas. Los ciberataques a hospitales, capaces de paralizarlos durante varios días, son otra ilustración de cómo nuestro entorno se fragiliza a medida que lo vamos conectando a la Red.

Nos encontramos solo en la infancia de este desafío. Si seguimos siendo meros espectadores de estos fenómenos, las tecnologías inmersivas, un despliegue indiscriminado de la Inteligencia Artificial y una mayor autonomía de las máquinas prometen intensificarlos. Como ha ocurrido con el cambio climático, podemos elegir cerrar los ojos y esperar cómodamente hasta que sea aún más complicado actuar.

Otra opción es la que defiende el Manifiesto OFF, una iniciativa nacida en España, y respaldada por más de cien personalidades nacionales e internacionales procedentes de ámbitos muy diversos: educación, ciencias, psicología y salud, derecho, empresa, think tanks, medios de comunicación, etc.

El primer objetivo es provocar una toma de consciencia de los ciudadanos y las autoridades sobre la magnitud del reto que la tecnología digital y algorítmica plantean a la humanidad, punto de partida imprescindible de una acción suficientemente ambiciosa en la materia. El segundo es proponer medidas concretas para establecer un perímetro en el que deseemos contar con la tecnología para beneficiarnos de su extraordinario potencial sin tener que sufrir sus consecuencias más adversas.

Estas propuestas incluyen, entre otras: una desescalada tecnológica en la educación, la protección estricta de los neuroderechos, un derecho efectivo a la desconexión que garantice el acceso a servicios ­–en especial públicos– de manera no digital, procedimientos regulatorios previos a la puesta en el mercado de tecnologías disruptivas (similares a las que existen en la industria farmacéutica), la limitación del acceso a los smartphones hasta una edad avanzada de la adolescencia o una legislación internacional que prohíba el desarrollo de armas letales autónomas.

Un estudio reciente de la universidad de Chicago reveló cómo las mismas personas que se declaraban incapaces de dejar las redes sociales individualmente estarían dispuestas a pagar para que este abandono se aplicara a todos. Esta podría ser una señal de que existe una demanda latente a favor de una mayor regulación en este campo. Si decidimos que la tecnología debe estar a nuestro servicio –y no el contrario– solo una acción colectiva fuerte podrá ayudarnos a retomar el control.


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