Europa endereza su trayectoria en migración
Veinticinco años después de la concepción de un sistema de asilo común y una política de inmigración armonizada, el Pacto Europeo de Migración y Asilo ha venido certificar su inviabilidad y a evitar su derrumbe
En un momento de especial confianza en el proyecto europeo, recién estrenado el Tratado de Ámsterdam y preparándose la Unión para hacer efectiva la libre circulación interior, pareció posible poner en común elementos tan nucleares del Estado como la gestión de las fronteras. El consenso para desarrollar una agenda europea de migración y asilo era sólido y el empuje político era firme; pero las resistencias internas siguieron siendo tan formidables como el propio reto. A ellas se añadieron los efectos de los atentados de 2001 en Estados Unidos, que entremezclaron la seguridad interior con la exterior. El optimismo del fin de siglo cedió el paso a una actitud defensiva, y las fronteras recuperaron todo su valor simbólico.
Durante los 15 años siguientes, las instituciones europeas mantuvieron el empeño por completar la agenda acordada, con no pocos resultados. Pero las medidas orientadas a reforzar el mensaje de la seguridad ganaron peso, la coherencia de la agenda se resquebrajó, y la cooperación europea, llamada a reforzar la libertad, la seguridad y la justicia, se resintió. Las divergencias, tanto en el desarrollo normativo de las previsiones del Tratado como en su implementación, fueron muy tempranas y profundas, y afectaron de lleno el ámbito de la migración. Tanto, que dejaron establecidas, contra natura, dos esferas jurídicas y de actuación separadas: una para la llamada lucha contra la migración irregular, impulsada por el consenso, convertida paulatinamente en la política de migración; y otra para las políticas de inmigración e integración, atrapadas en el ámbito de la llamada migración legal. En esta segunda se fueron quedando la migración laboral o la integración, observadas de soslayo e integradas de forma fragmentaria.
El sistema europeo común de asilo no fue ajeno a esta lógica. Si bien vio la luz con relativa celeridad, estuvo siempre marcado por una aplicación desigual y la desconfianza entre los socios. Nunca tuvo la ambición de desarrollar un espacio europeo de asilo, sino unas normas comunes aplicables en unos sistemas de asilo estrictamente nacionales. Tanto los países de frontera como los países con un sistema robusto de asilo y una cifra mayor de refugiado acogidos, percibían la situación como injusta. Otros, menos expuestos, pretendía seguir en aquella situación. La exigencia de un mayor control del cumplimiento de las obligaciones de cada país con los demandantes de asilo y los refugiados, y con ello con los demás socios, fue creciendo. Impedir la circulación interior de los solicitantes de asilo y los refugiados se convirtió en la prioridad. Las sucesivas reformas y ajustes anteriores a 2015 no fueron suficientes ni para reforzar los sistemas nacionales ni para superar las diferencias entre los Estados miembro.
La crisis humana gestada en la guerra de Siria desnudó, con toda crudeza, la insostenible debilidad del sistema. La disparidad en las actuaciones llevó a la Unión a una crisis moral y política solo comparable con la vivida a raíz de la crisis económica de la década anterior, pero con tintes aún más dramáticos y políticamente tóxicos. Las fronteras interiores volvieron, y el eco incesante del racismo sonó con renovada fuerza.
En aquel momento, la Comisión Europea presentó una nueva agenda de migración y asilo, que no pasó de ser una guía para poder tomar medidas extraordinarias, y el Consejo dio un salto cualitativo en los acuerdos con países terceros, negociando con Turquía el fin de las llegadas. La crisis política interna se sorteó. La gran mayoría de los refugiados sigue hoy acogida en distintos Estados europeos, con mejor o peor suerte. Pero el desarrollo de este ámbito del Espacio de Seguridad, Libertad y Justicia, iniciado con el siglo, quedó en suspenso.
El Pacto Europeo de Migración y Asilo ha requerido años de negociaciones duras hasta resultar en un acuerdo, culminado con éxito por la presidencia española el segundo semestre del año pasado, y refrendado estos días —con mayorías ajustadas— por el pleno del Parlamento Europeo que cierra esta legislatura.
Habrá tiempo de analizarlo con detalle tras su adopción definitiva. Podemos señalar ahora que su principal novedad reside en la obligación de los Estados de ejercer sus responsabilidades de forma solidaria. Cada Estado puede decidir cómo hacerlo, de acuerdo con las distintas fórmulas que ofrece el acuerdo, pero la flexibilidad termina ahí. La arquitectura jurídica del Pacto se basa en un conjunto de reglamentos de aplicación directa e inmediata en todo el territorio, es prolija en regulaciones y procedimientos que bajan hasta el detalle para asegurar el cumplimiento normativo. Por primera vez, se establecen prácticas de control y escrutinio en frontera que se aplican a migrantes y solicitantes de asilo, antes de determinar su rechazo o aceptación en el territorio europeo. Los Estados cuentan con mecanismos de apoyo para fortalecer las capacidades de sus distintos sistemas que son a la vez mecanismos de monitorización.
El énfasis del Pacto está en asegurar la gobernanza y lograr, tras haber aceptado las distintas restricciones políticas impuestas por los gobiernos, recomponer un marco común y restaurar la confianza, en ese marco y entre los Estados miembros.
De ello se esperan tres cosas: evitar actuaciones unilaterales —algunas de las cuales han vulnerado estos años las normas más elementales del Estado de derecho—; mantener la capacidad de acción conjunta —la Comisión y los Estados han logrado gestionar la llegada y acogida de refugiados ucranianos, la mayor de los últimos años, aplicando derecho comunitario—; y, por encima de todo, impedir que una futura crisis dañe irremediablemente pilares y estructuras básicas de la construcción europea.
Este es un acuerdo político en un momento extremadamente delicado. Las difíciles mayorías alcanzadas en el Parlamento Europeo indican la voluntad de acotar los márgenes de la extrema derecha, aun a riesgo, como viene sucediendo, de resbalar hacia su terreno. Cómo se implemente el Pacto será determinante.
En el terreno político, sabemos que no habrá tregua. La extrema derecha se ha mantenido fuera de todo acuerdo, aprovechando la ocasión para reforzar sus posiciones ante las próximas elecciones. Depende del resto, particularmente de los conservadores y del centroderecha, que sus enunciados vacuos y altisonantes adquieran mayor o menor centralidad. La actitud de las fuerzas favorables al acuerdo durante la campaña electoral anticipará algunas claves de la política europea del futuro inmediato.
La implementación del Pacto y el desarrollo de las políticas de migración y asilo será un reto central para las instituciones europeas tras las elecciones al Parlamento Europeo. No hay garantía de que este giro posibilista sea suficiente para alcanzar los objetivos que el acuerdo pretende. Sí puede servir —siempre dependiendo de la esfera política— para aquietar la percepción inducida de pérdida de control y crisis permanente.
Si se logra un período interno de mínimo sosiego, cabría reconocer la realidad migratoria oculta tras la retórica del caos y el desastre, una realidad mucho más rica y compleja que el retrato que de ella se nos presenta. Si pudiésemos ampliar la mirada, hoy centrada en la frontera, hacia el interior y el exterior de la misma, podríamos ver, analizar y comprender el papel que la migración juega dentro y fuera de la Unión.
Dentro de la Unión, podríamos observar cómo han seguido creciendo los visados relacionados con el empleo. En 2022 los Estados de a UE emitieron 1.600.000 primeros permisos de residencia vinculados al empleo. Abordar las necesidades del mercado de trabajo y de los trabajadores en la sociedad posindustrial va a seguir siendo una necesidad. Habría que volver a hablar, en sede europea, de vías de acceso al territorio y a un empleo decente, si queremos mantener el modelo europeo.
Ampliar la mirada hacia el exterior permitiría ir más allá de acuerdos meramente transaccionales con países de origen y tránsito, subsidiarios de la política interna. La dimensión exterior de las políticas de migración y asilo debería estar en el carril principal de la política exterior de una Unión que se ve como actor geopolítico.
La actual política exterior de la Unión, su cooperación internacional y la nueva agenda de desarrollo, ambicionan crear alianzas internacionales alineadas con sus objetivos en las transiciones verde y digital, y su dimensión social. Pretende con ello crear nuevas cadenas de valor entre la Unión Europea y sus socios, en su vecindad, en el resto de África, y también en América Latina. Conocer y tener en cuenta la realidad de las distintas dinámicas migratorias locales, regionales e internacionales permitiría tenerlas en consideración como un elemento más de la estrategia europea de desarrollo. Solo reconociendo el carácter estructural de las migraciones y su papel como elemento de la geoeconomía podremos avanzar en su gobernanza.
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