Oligarquía y aznarismo
El casamiento con el empresario Alejandro Agag de la hija del presidente del Gobierno y de otra alcaldesa de Madrid preserva una dimensión simbólica que permite descifrar aún nuestro presente
Las bodas de la alta sociedad también son la exhibición de una oligarquía que, aunque sea por un día, sale de sus palacetes para mostrarnos los rostros del poder. Claro que es noticia. Porque el poder, cotidianamente, apenas se deja ver y no es fácil de contar, como explica Leila Guerriero en Zona de obras. Habita en barrios silenciosos y se reúne en espacios reservados, pero en ocasiones excepcionales una oligarquía se reafirma a sí misma exhibiendo feliz que sí, que se sepa, que ella es la que manda. Ha sido siempre así desde la Edad Media.
Por eso es tan relevante estar o no estar en la lista de invitados que todos queremos leer. Por eso ese día y el día después los medios de comunicación, todos, publican lujosas fotogalerías donde descubrimos la elegancia de quien pertenece a la élite y quien no. No es únicamente una cuestión de cotilleo. Es una fiesta y es algo más. Puede transformarse en un acto político —y por eso la de José Luis Martínez-Almeida la retransmitió Telemadrid— al cruzar la política con el artisteo, la empresa o el dinero. Es la posibilidad de conocer el rito y los códigos, los lugares y el imaginario de una privacidad que, entre sus atributos, se caracteriza por la exclusividad.
En este sentido, la boda más trascendente que se ha celebrado en la España del siglo XXI no fue el enlace de Felipe VI con Letizia Ortiz. Tampoco la de ayer en la milla de oro del barrio de Salamanca, aunque, como dijo la locutora de la televisión autonómica, la novia va a entroncar directamente al alcalde de Madrid con la familia del jefe del Estado. Lo de la calle Serrano de ayer fue bonito, pero no pasó de ser un spin off castizo de la original. La del 5 de septiembre de 2002 en un espacio tan connotado históricamente como el Monasterio de El Escorial. El casamiento de la hija del presidente del Gobierno y de otra alcaldesa de Madrid con el empresario Alejandro Agag preserva una dimensión simbólica que permite descifrar aún nuestro presente. No nos quedemos con el periodismo de sucesos asociado a esa coronación. Lo más significativo no es si los jefes de una trama allí presentes pagaron las luces de la fiesta o si luego descubriríamos que algunos invitados estaban atrapados en redes de corrupción. Lo relevante es que, más allá de la felicidad conyugal, aquella boda escenificó de manera premeditada la entronización del aznarismo: una oligarquía tradicional española quiso mostrar que había reconquistado su poder, conectado con redes internacionales de influencia y gracias a la consolidación de una hegemonía que, dos décadas después, aún no ha sido substituida. Ni tampoco ha sido deslegitimado su discurso. Al contrario. En buena medida lo refuerza la otra oligarquía de la democracia, la del 78 que quiere sobrevivir.
Allí seguimos y no es extraño que así sea. “Las motivaciones políticas relevantes y definitorias de los oligarcas son defensivas y existenciales”, escribe Jeffrey A. Winters en el clásico de las ciencias políticas que es Oligarquía y que se acaba de traducir. “Una vez constituido, el objetivo primordial de un oligarca es asegurar, mantener y conservar su posición de poder extremos frente a todo tipo de amenazas”. Desde hace pocos años una oligarquía se está defendiendo. La crispación que caracteriza nuestro debate mediático y parlamentario o las subvenciones a la prensa para que sea militante, la falta de voluntad honesta para renovar la cúpula judicial o las decisiones cuestionables de los tribunales responden, más allá de la ideología, se explica por una estrategia agresiva de defensa de posiciones de poder. Ayer, al menos, se mostró con alegría. ¡Viva los novios!
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