Ejercicio de castidad
Abundan los estilos impostados y rebuscados, tanto como la pobreza verbal, sobre todo en los jóvenes. El lenguaje tiene que ser eficaz, adecuado para lo que se cuenta
En Steering the Craft, Ursula K. Le Guin menciona uno de los ejercicios que más ha utilizado con sus alumnos de escritura creativa, el llamado ejercicio de castidad. Para evitar los estilos sobrecargados y rimbombantes, pide que se escriba una página entera de prosa sin adjetivos ni adverbios. Es complicado, nos dice, porque hasta palabras tan básicas como “solo” o “entonces” son adverbiales, así que a veces no es posible eliminarlas todas. Pero seguro que puedes quitar todos los adverbios acabados en “mente” y los adjetivos pomposos. Al final el resultado es un texto en prosa muy casto y muy llano. Y como has puesto todas tus energías en los verbos y en los sustantivos, es más fuerte y más rico.
Abundan los estilos impostados y rebuscados, es cierto, y la castidad no le vendría nada mal a unos cuantos. ¿De dónde vendrá esa falsa idea de que para escribir bien hay que recargar el texto? Es evidente que, cuando ocurre esto, el escritor está más pendiente de demostrar lo bien que escribe y la cantidad de adjetivos que maneja que en transmitir una idea o emoción concreta. Quiere impresionar y teme no poder hacerlo si no emplea un lenguaje inflado. Y no falla: al que así escribe, tampoco le interesa lo más mínimo escuchar que le sobran bastantes palabras. Es feliz con su gordura y se ofende ante la sugerencia de una dieta.
¿Y qué pasa con el lenguaje oral? Contrasta esta “obesidad” en la expresión escrita con la actual pobreza verbal, sobre todo entre los jóvenes. Generalizar nunca es justo, como siempre, hay excepciones, pero no creo exagerar al decir que a veces da verdadero pavor escuchar las conversaciones de la gente joven. Estoy sentada en la cafetería de una Facultad de Letras en Madrid. Junto a mí, hay unos estudiantes hablando y pongo la oreja. “En plan, tío”, comienza una de las jóvenes, “me flipa que Marta se haya pillado a Chema. En plan, no entiendo cómo le renta ese tío. Es mazo feo”. A lo que su amigo le contesta: “En plan, yo tampoco”. Muletillas, frases hechas, escaso vocabulario. En dos segundos, toda la esperanza de nutrir la imaginación con una historia enjundiosa se desvanece.
Supongo que este lenguaje oral anémico, al menos en apariencia, se debe a múltiples razones. Uno de los motivos que siempre se esgrimen es que se lee cada vez menos. Creo que nadie duda de la importancia de la lectura y no es mi propósito ahondar en ello aquí. El lenguaje abreviado de las redes sociales impregna el idioma, que sufre una enfermedad grave: se está quedando en los puros huesos. En todo caso —y aquí volvemos al lenguaje escrito—, no se trata de mejorar la expresión con una dieta calórica a base de adjetivos y adverbios. No se trata (solo) de ampliar vocabulario, sino de dar peso a lo verdaderamente importante, que son los verbos y los sustantivos. En el fondo, y aunque tengan un origen diferente, ambos lenguajes pecan de la misma obesidad: la de construir a base de restos y florituras, de todo lo que adorna el lenguaje.
El lenguaje tiene que ser eficaz, adecuado para lo que se cuenta. Siempre que me preguntan cuál es la novela de la que más he aprendido contesto lo mismo: El gran cuaderno, de Agota Kristof, la historia de dos niños, hermanos gemelos, que durante la Segunda Guerra Mundial son dejados por su madre al cuidado de su abuela en una pequeña aldea. Pues bien; esta novela tiene un vocabulario que no supera las mil palabras. “Lo justo, sin relleno, sin grasa”, como ella mismo explicaría en una entrevista. ¿En qué consiste, entonces, la magia de su vigor expresivo?
La propia Kristof escribió en su libro autobiográfico La analfabeta que el estilo de la novela se debía a que estaba escribiendo en un idioma extranjero; tras huir de Hungría por razones políticas, atravesando la frontera junto con su marido y su hijo pequeño, se instaló en Suiza y tuvo que aprender francés. Escribe en lo que puede parecer un francés torpe, pero cuya economía y dureza tienen efectos hipnóticos, necesarios para lo que está contando. Nunca con tan poco se había dicho tanto.
Se me ocurre que el ejercicio de castidad del que habla Ursula K. Le Guin sea algo parecido a un ejercicio de eficacia. Y la eficacia, tanto en la expresión escrita como en la oral, tiene que ver con si conseguimos transmitir una idea o una emoción. Evitar el lenguaje fofo y plagado de tópicos, ajustar fondo y forma, buscar la frase vívida y la palabra justa. Flaubert afirmaba haber encontrado esta última cuando se lo decía el oído: cuando sonaba bien. Virginia Woolf lo expresó con unas palabras bellísimas dirigidas a su amiga Vita Sakville-West: el estilo es ritmo, “una onda en la mente”, la onda, el ritmo están antes que las palabras y hacen que las palabras encajen. Y es que, debajo de la superficie lisa del texto, tiene que palpitar una vida oculta, algo que nos haga sentir y que de alguna manera nos perturbe. La poeta Emily Dickinson dijo “si tengo la sensación física de que me levantan la tapa de los sesos, sé que eso es poesía”.
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