‘Hijanza’ respetuosa
Es tierna esa inercia por la cual cada generación intenta solucionarle la papeleta a la siguiente en algún aspecto, pero esa solución acaba generando nuevos problemas
Una mujer de treinta y pocos años con pinta de pija urbanita se dirige a casa de su vecina. De camino le suena el móvil y en la pantalla pone Residencia Mamá. Lo coge y no oímos lo que le dicen, pero sí su respuesta: que su madre no tiene hernia ninguna, que en realidad es un teatrito para chantajearla y que vaya a verla. Y que a la próxima mejor llamen a su hermana. Cuando cuelga, llama al timbre de la vecina: ambas son madres y quiere invitarla a un taller de crianza respetuosa, un método que consiste, a grandes rasgos, en tratar a los niños como a humanos, sin gritos, amenazas o chantajes.
Es una escena de Esto no es Suecia. El caso de la serie es extremo: la protagonista no tiene relación con su madre, a la que considera culpable de todos sus males. Pero he oído a gente de mi quinta, que sí que se relaciona e incluso quiere a sus progenitores, hablar de ellos como si fueran el mismísimo Lucifer por darle a sus nietos galletas del Dinosaurio, ponerles La patrulla canina o insistir en que ya es hora de que dejen la teta.
No los culpo: soy la primera a la que le llevan los demonios cuando alguien insiste en que mis hijos son demasiado grandes para andar mamando y casi me da un tabardillo el día que mi madre me mandó una foto de mi bebé de siete meses con un Magnum en la mano y la boca llena de borreas. Pero intento que se me pase pronto porque, como dice Cris García Casado, seré una madre milenial pero no una aguafiestas. Yo iría aún más allá y cambiaría aguafiestas por idiota.
Porque es lo que somos si no comprendemos que cada generación es fruto de su época, con sus luces y sombras. Y eso incide en lo grande ―la cosmovisión, los valores, las aspiraciones―, pero también lo chico ―las manías, como esa tan boomer de tener la tele puesta de fondo―. E incluye, claro, la manera en la que se cría a los hijos, en muchos casos queriéndoles dar aquello que uno echó en falta.
Por eso a muchos boomers, que cuando veían una mirinda se les hacían los ojos chiribitas, les parecía bien darle a sus chiquillos bollycaos para el recreo. Y por eso los que en los años noventa merendaban conchas Codan les preparan a sus hijos manzana y frutos rojos. Sucede parecido con los juguetes: los boomers, muchos de los cuales crecieron compartiéndolos con cuatro y cinco hermanos, les compraron a sus niños todo lo que pidieron y más, para llamarlos consentidos y apodarlos generación de cristal cuando llegaron a la edad adulta. Es tierna esa inercia por la cual cada generación intenta solucionarle la papeleta a la siguiente en algún aspecto, pero esa solución acaba generando nuevos problemas.
Como los protagonistas de la serie, algunos jóvenes clasemedieros chulean en redes y en el parque de ser la primera generación que va a terapia para que no tengan que ir sus hijos. Cuando los oigo me debato entre asentir y la vergüenza ajena, porque tienen algo de razón y mucho de exageración. Como todos los anteriores, estaremos acertando y cometiendo errores. Sospecho que uno de ellos es tener más en cuenta publicaciones de Instagram que a nuestros padres. Ahondar en la idea de que la crianza es potestad de la familia nuclear (padre, madre, crío, perrito y Thermomix) y devaluar lo poco que queda de la familia extensa, esa en la que en la educación de los niños intervienen abuelos y tíos, primos y hasta el vecino. Abrazar la crianza respetuosa sin que eso tenga repercusión en la hijanza, que nos importa tan poco que ni siquiera la nombramos. Así que mucho menos organizamos talleres para aprender a ejercerla.
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