Trump y la lealtad total
La lucha contra el mal absoluto exige que todos tomemos partido y, en su lado del tablero, los intereses de Trump se identifican con los de América cuando la única forma de acceder al juicio político de la ciudadanía es la pura identidad
Fue precisamente en Iowa, pero en 2016, cuando Trump dijo: “Tengo a la gente más leal. ¿Alguna vez habéis visto algo así?”. Luego añadiría esa famosa afirmación, que define nuestra época: “Podría pararme en medio de la Quinta Avenida y disparar a alguien y no perdería votantes”. Un año después, frente al monumento de Lincoln, otrora gran referente del Partido Republicano, diría: “Estados Unidos nunca ha visto un movimiento como este”. Y ciertamente llevaba razón, porque ocho años después sus palabras no pueden tener más vigencia. En un resultado tan previsible como bochornoso y aterrador, Trump volvió a Iowa para confirmar su condición de único favorito en la carrera por la nominación republicana. No ha acudido a uno solo de los debates con el resto de candidatos, su desprecio por las reglas democráticas es cada día más obsceno y tampoco parece importar que su despedida como presidente, en lugar de facilitar la alternancia pacífica en el poder, fuese una llamada abierta a la rebelión.
¿Cómo explicar la lealtad total de su electorado? Solo quien es capaz de construir un movimiento de masas puede hacer algo así. Pero es que Trump es algo más que un líder de masas, es una causa, otra consecuencia más de la moralización de la política: convertir las contiendas electorales en causas. Porque las causas no admiten matices. Si hay que hacer a América grande otra vez, no hay neutralidad posible. Su elección es ya un plebiscito contra los enemigos de América, y Biden es en parte responsable al alimentar el mito planteando cada elección contra él como una prueba existencial. Es un dilema endiablado porque en cierto modo es así, pero esa narrativa refuerza la popularidad del magnate. La lucha contra el mal absoluto exige que todos tomemos partido y, en su lado del tablero, los intereses de Trump se identifican con los de América cuando la única forma de acceder al juicio político de la ciudadanía es la pura identidad.
La ultraderecha ha aprendido a jugar a la política de la identidad, a cancelar, a tomar las calles, a envolver en pura emocionalidad su retórica, y el secreto para hacerla tan embriagadora es su coherencia al ofrecer una sensación de arraigo. En un mundo cada vez más peligroso, ¿qué es más tranquilizador que la seguridad, la retórica del muro y la frontera? La de los chivos expiatorios y los parásitos que se aprovechan de nuestro bienestar, la que señala a los culpables del declive de Occidente, de la pérdida de nuestra pureza. Por eso Trump habla de la contaminación de la sangre y la posible deportación masiva de inmigrantes. ¿Miente Trump? No, hace algo más sofisticado. Se llama defactualización y consiste en enmascarar la realidad, en vaciarla de los hechos mismos y sustituirla por imágenes, narrativas emocionales que crean una zona de confort repleta de matices éticos y épicos. Son un filtro de acceso a la realidad que prioriza lo que sentimos sobre la realidad misma para generar estados de opinión: siembran la semilla de la lealtad total. Lo paradójico es que en este super año electoral volvamos a la casilla de salida: otra vez la maldita posverdad.
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