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Columna
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El juicio paralelo de ‘Altsasu’

Lo revelador de este caso. además de ser un ejemplo de la batalla cultural sobre el relato del conflicto vasco, es la normalización de la idea que los jueces y los procesos judiciales no pueden ser cuestionados en público

Javier Ortega Smith, en el centro, este jueves en la concentración de Vox frente al Teatro de la Abadía, en Madrid.
Javier Ortega Smith, en el centro, este jueves en la concentración de Vox frente al Teatro de la Abadía, en Madrid.Samuel Sánchez
Jordi Amat

“Se hace un juicio paralelo de la administración de justicia”. Este fue el razonamiento que a principios de noviembre de 2021 expuso la portavoz popular en el Ayuntamiento de Vitoria para criticar al alcalde nacionalista. El motivo era que la obra de teatro Altsasu, que se acababa de estrenar en Bilbao, se representaría al cabo de pocos días en el Teatro Principal de la capital alavesa. Más de dos años después, tras haberse representado en varias ciudades españolas, la obra de la dramaturga Maria Goricelaya y su compañía La Dramática Errante llegó esta semana al Teatro de la Abadía de Madrid. La tarde del miércoles, como es bien sabido, Vox organizó una concentración ante las puertas del teatro. La convocatoria fue amplificada por los medios de comunicación afines al partido postfranquista, la policía tuvo que proteger el acceso y las decenas de personas congregadas corearon consignas del tipo “Ayuso, Almeida, están en la comedia”, “Ni olvido ni perdón, ETA a prisión” o “Contra la ETA, metralleta”. La justificación de la protesta, cuyo absurdo argumentario expuso la portavoz de Vox en la Asamblea de Madrid, a finales del año pasado lo había planteado Ana María Velasco ―también diputada en la Asamblea, víctima del terrorismo, hija de un comandante asesinado en 1980 por la mafia etarra―. “Una obra de teatro que justifica los ataques y las agresiones que sufrieron dos guardias civiles y sus novias en Alsasua y que es puro adoctrinamiento nacionalista, que cuestiona la justicia y que realiza un juicio paralelo de unos hechos que sentenciaron los tribunales”. Estaba repitiendo casi literalmente, a conciencia, lo dicho por la portavoz popular en Vitoria.

Pero que el dedo de Vox no nos impida ver el bosque. Lo revelador de esa descripción, además de ser un ejemplo de la batalla cultural sobre el relato del conflicto vasco, es la normalización de la idea que los jueces y los procesos judiciales no pueden ser cuestionados en público, como si el Poder Judicial debiese ser inmune a la crítica en un Estado de derecho y la verdad judicial debiese aceptarse como verdad única, sacrosanta y definitiva. Aceptar este tabú, que protege unos intereses, nos infantiliza como ciudadanos.

Uno de los recursos dramáticos más persuasivos de Altsasu, finalista en la categoría de mejor espectáculo de los Premios Max, es un cambio de vestuario a través del cual los actores pasan de ser taberneros a guardias civiles, de vecinos y padres a jueces. Ese sencillo cambio de chaqueta obliga al espectador a suspender el juicio y durante la contemplación de esta ficción de base real, poco a poco, se descubre cuestionando sus certezas sobre cómo los medios espectacularizaron el caso y su judicialización posterior. Sí es, por suerte, un juicio paralelo, pero no en un tribunal sino en un espacio tan peligroso como un teatro. Así ese cuestionamiento del relato unívoco ―incluyó la acusación por terrorismo y como consecuencia un periodo de prisión preventiva injustificable― es lo que incomoda y esa experiencia es lo que convierte la obra en un inquietante ejemplo de teatro político. Inquietante no porque defienda una verdad de parte, que sería una forma como cualquier otra de imbecilizar al espectador o reforzar sus legítimos prejuicios, sino precisamente porque con cuatro taburetes en un escenario desnudo se evidencia que la idea de que existe solo una verdad sobre lo ocurrido aquella madrugada del 15 de octubre de 2016 ha sido una imposición ideológica que, para mantenerse, con todo lo que implica (la batalla cultural, la inmunidad del Poder Judicial, la desinformación interesada), necesita no ser problematizada. La paradoja es que condenar esta forma de disenso, amenazando la libertad de expresión, cohesiona, de acuerdo, pero provoca que el conflicto, en último término, no pueda ser superado: se niega la posibilidad de escuchar a los otros. Y ese ejercicio de escucha es el que proponía el proyecto Cicatriz del maestro Sanchís Sinisterra y del que surgió Altsasu: “¿puede el teatro, sin adoptar una posición vengativa o compasiva, contribuir a restañar las heridas y a desvelar las cicatrices?”

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Sobre la firma

Jordi Amat
Filólogo y escritor. Ha estudiado la reconstrucción de la cultura democrática catalana y española. Sus últimos libros son la novela 'El hijo del chófer' y la biografía 'Vencer el miedo. Vida de Gabriel Ferrater' (Tusquets). Escribe en la sección de 'Opinión' y coordina 'Babelia', el suplemento cultural de EL PAÍS.

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