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opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El silencio que dialoga y encarna el misterio

Vivimos en una civilización en la que las palabras, que deberían ser mensajeras de ilusiones, se han convertido en estridencias pegajosas de odios y de embustes sin remordimiento

Vista de las calles vacías de la Ciudad Vieja en Jerusalén El 5 de enero de 2024.
Vista de las calles vacías de la Ciudad Vieja en Jerusalén El 5 de enero de 2024.Anadolu (Anadolu via Getty Images)
Juan Arias

Nos sobran palabras y nos falta silencio. Si los billones de palabras y gritos esparcidos por las redes tuvieran precio, acabaría la pobreza del mundo. El silencio es un extraño fantasma que asusta más que reconcilia. Nuestra civilización se nutre desde que nació del veneno del estruendo físico y moral. Y sin embargo la creatividad suele germinar y dar fruto en las planicies de la meditación y la soledad.

No hablo de la soledad física sino mental. Se puede estar solos en medio a la multitud vociferante y embriagada de ruidos en la soledad forzosa. Las guerras corren por los raíles del estruendo, asesinan el silencio y marchitan las noches de fantasmas.

La paz no gusta a la lujuria de las armas que se amamanta con el veneno de la discordia y la destrucción. Si existe un Dios será difícil hallarlo porque se esconde en los pliegues del silencio que grita palabras de paz.

Vivimos en una civilización en la que las palabras que deberían ser mensajeras de ilusiones se han convertido en estridencias pegajosas de odios y de embustes sin remordimiento.

Quien grita más alto, quien miente con mayor descaro, encuentra mayor eco y aplauso en la plaza. La velocidad, junto con el ruido, son dos algoritmos que conquistan hoy el mundo. No queda ya espacio ni tiempo para observar en silencio, para escuchar los latidos del alma convertida en cenicienta frente a la realeza del estruendo.

Hoy a los jóvenes que estudian poca geometría, que es también filosofía, se les priva de la ilusión y de la fantasía de las asíntotas de hipérbole, esas lineas que se acercan al infinito sin nunca tocarse. ¿Infinito? Palabra incomprensible para una sociedad que se alimenta de lo caduco, de lo descartable, de lo efímero, de lo que no tendrá ya el privilegio de brillar mañana en un anticuario.

Sí, nos sobran palabras, porque la mayoría están hueras. Les falta la fuerza y la savia de las metáforas y su función de estar grávidas. No son ya como en el inicio del mundo cargadas de vida. Fue el evangelista, Juan, quién inició su evangelio, el más intelectual de todos, con la enigmática frase: “En el principio existía la palabra… Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada”.

Palabra y silencio. El mundo, según las mitologías fue creado con la conjunción del silencio y la palabra. Y la palabra puede salvar o destruir. Es misterio y revelación a la vez. Hay palabras que son sólo cuchillos que pretenden desgarrar la ilusión de vivir en un mundo de silencios que salvan.

Tuve por mi trabajo como periodista la ocasión de conocer y entrevistar a varios genios de las diversas artes, desde la literatura al cine, de la religión al ateísmo y curiosamente la mayoría de ellos eran avaros en sus palabras, geniales en sus silencios. Para citar a uno, recuerdo una entrevista en Roma con el cineasta Federico Fellini, el de sus filmes inmortales. Había que sacarle las palabras con sacacorchos. Repetía que ya lo había dicho todo en sus películas. Asustaban sus silencios.

Por fin un día conseguí que me diera una entrevista, aunque de mala gana. Me citó casi al alba en una sala inmensa y destartalada. Estaba sentado en una mesa en la que cabrían todos los personajes del cuadro de la Última Cena, de Leonardo da Vinci. A su lado tenía unas hojas en blanco en las que trazaba, mientras yo intentaba arrancarle alguna respuesta, una serie de garabatos.

Le dije que estaba curioso por saber cómo nacían los títulos de sus películas por ejemplo la última que en aquel momento era: “Y la nave va”. Levantó los ojos, me miró como extrañado y siguió dibujando. Por fin se decidió y me explicó que el título no le salía de una vez, que iba germinando en él como se engendra la vida en el seno de la mujer. Fue como un relámpago en su silencio y un grito susurrado, en aquella sala fría y destartalada que acabó poblada de energía entre los silencios y las pocas palabras del artista.

El arte y la cultura en general son más silencio que ruido. La etimología de cultura evoca la tierra y su cultivo, la vida que brota de ella, es sólo silencio. No hay ruido ni estridor en las semillas que se pudren y germinan en la oscuridad de la tierra. Ni en la hierba que crece, ni en los frutos que maduran en silencio, sin ruidos. Cada semilla, cada flor en el tapete de la naturaleza, cada gajo de un racimo de uva, son obras de arte que se alimentan del silencio del sol y del canto de la lluvia. ¿Qué mejor museo de arte que una huerta frondosa?

Cada higo maduro, picoteado por los pájaros, adornado de gotas de miel es un cuadro que emula la belleza de los mayores genios de los pinceles. Teresa, la santa de Ávila cataba a “la música callada y a la soledad sonora”. ¿El peor de lo ruidos? El de las cadenas arrastradas por los pies de los esclavos. ¿Y la música mejor? El silencio en el que germina la creatividad.

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