La paz y un poco de guerra
Me lo había preguntado otras veces. ¿Por qué la paz no es noticia? La guerra sí lo es. Tampoco lo es la felicidad. Excita más el suicidio. ¿Llevará razón el filósofo italiano Firpo cuando dice que es una suerte que la humanidad no pueda obtener la felicidad porque la atontaría?Ha habido periódicos que en estos días han dado la noticia de una esperanza de paz menos negra para todos con titulares menos llamativos que la de un atentado terrorista.
El viejo león comunista Giancarlo Pajetta lanzó en directo improperios contra la televisión porque mientras a un ateo empedernido como él le daban casi ganas de rezar, incrédulo ante lo que estaba pasando en Washington, en los programas televisivos estaban desfilando estrategas fríos que con aire aburrido llegaban a hipotetizar que una humanidad sin bombas atómicas podría esta r más cercana a la guerra.
Y esta vez se sentía en ciertas informaciones como una desilusión de que entre Reagan y Gorbachov no hubiese explotado, si no la guerra, por lo menos un desaire, un enfado, un pataleo. ¿Qué sentido tenía tanta paz? Tres días informando sobre la no guerra entre los dos poderosos de la tierra era excesivo. Faltaba la noticia. Y la noticia llegó. ¿O se creó? Empezó como una anécdota. Apareció primero en un ángulo de las páginas interiores de los diarios. Pero en la medida en que la paz creecía entre los maridos, la noticia la de la guerra entre las esposas de Reagan y Gorbachov iba creciendo hasta conquistar en seguida las primeras páginas, a a veces hasta a cuatro y cinco columnas. Era guerra. Por fin un poco de guerra. Bastaba ver los títulos: Café al cianuro, Nancy odia a Raisa, Duelo abierto entre las dos "first". E insultos a granel. La soviética, se escribía, no soportaba el capitalismo de la imericana y ésta odiaba el comunismo de la rusa. Después resultó que las dos llevaban pelliza. Como diría Adriano Celentano, "ninguna era hija de la gran foca madre". Hablaban de las muecas que se hacían am bas. Lo que nadie explicó es cómo conseguía después la televisión hacer el milagro de convertir aquellas muecas diabólicas en las sonrisas casi dulces que veíamos los telespectadores. Pero a nadie interesaba ya comprobar si era cierto o no aquel público odio de las reinas de la fiesta. Lo importante, lo excitante, lo que hacía noticia, era la guerra. Si no era posible la guerra de los grandes, por lomenos servía la guerra de ellas, las segundas, obligadas a un papel a veces patético. Ellos, los maridos, hablaban de cosas que la humanidad esperaba con amor y temblor, porque los misiles no son chocolatinas. Ellas, las consortes, debían contentarse con beber tazas de té y hablar, al máximo, de droga, que tampoco es un azucarillo, pero es claro que los habitantes de Hiroshima hubiesen preferido una lluvia de polvo blanco llegado de Colombia que el humo negro del satánico hongo que un. día les llovió cargado de muerte total desde el cielo.
Puede resultar infantil para alguno a estas alturas echar un capote a favor de Nancy, pero la noticia hubiese sido, creo yo, que se hubiese embelesado de la Raisa más que el que no le resultara simpática. Las mujeres siguen teniendo pocas armas para competir con los hombres y también entre ellas. Y la partner de fiesta de Nancy tenía un marido más joven que el suyo. Sin cáncer. Y un buen puñado menos de años y por ello algunas arrugas menos en la geografía de su rostro. Y, sobre todo, no tenía, como ella, una fuente de vida recién rebanada por la atómica del cáncer.
En un sondeo reciente sobre la felicidad entre los italianos, el 98% ha puesto en primer lugar la salud. Michael y Raisa aparecían en Waslungton como la publicidad de la felicidad física de un cuerpo que explota de vida. Ronald y Nancy viven con la muerte pegada a los huesos. La noticia era que aún fueron capaces de sonreír, de hablar de esperanza, de brindar con sus contendientes borrachos de salud y de carisma y de abundante vida y poder por delante.
Y si lo hicieron, como se ha insinuado, para afirmar su imagen, para no dejarse vencer por sentimientos de muerte, para hacerse perdonar culpas pasadas, para enjuagarse la boca del viejo sabor amargo del amor por la guerra, era noticia lo mismo. ¿Es que hay algo más difícil para nadie que el saber levantar la cabeza con dignidad para gritar a sí mismo y a los demás que hay siempre tiempo para empezas y que nunca es tarde para vivir?
Mientras la guerra, la tragedia, el desamor, el suicidio, la irracionalidad, la violencia o la esclavitud sigan atrayendo más como noticia que la paz, la racionalidad, la libertad, el gusto por vivir o un pedazo de amor al que uno no se resiste a renunciar, mucho me temo que la violencia atómica seguirá viva en el rnundo aunque se querrien todas las bombas de hoy y las que padrán hacerse mañana.
El poeta Darío Bellezza ha dicho que la única felicidad posible para un humano es la infelicidad. No es sólo una paradoja ¿le un poeta. Es verdad. Forque no hay cosa más difícil, más dura, más ardua y que más queme el alma que creer que la felicidad, como la paz, puede ser algo más que una utopía. Hay que tener, para creérselo, una dosis no indiferente de adaptación a la infelicidad. Por eso pienso que la capacidad de esperar que la guerra no sea un patrimonio eterno de la raza humana, sino más bien una fea apendicitis de nuestra lenta evolución, supone una gran dosis de madurez interior.Y los frutos mejores se maduran a la intemperie bajo todos los vientos, los soles y los hielos. Por eso no oluiero perder la esperanza de que un día, también para los hombres, la paz, más que la guerra, pueda ser también noticia. Como la felicidad a secas, sin perifollos, sin flecos ni adjetivos. Como la del niño en ese instante mágico en que deshace el paquete de su regalo de Reyes.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.