El secreto
Cada época, desde el principio de los tiempos, ha tenido sus proveedores de normalidad, en función de los excesos que fuera preciso normalizar
Están los hospitales llenos, pero la vida, en las calles, discurre tranquila. El carnicero perdió a su madre el lunes, pero el jueves volvía a despachar, como si no le hubiera sucedido nada. Mi vecino se divorció el año pasado, perdió la custodia del niño y sufrió mucho, pero se ha repuesto del golpe y espera un hijo de otra novia. El tanatorio que queda cerca de mi barrio tiene estos días una ocupación del 100%, pero sales de allí y las aceras están llenas de gente con bolsas de la compra y de jóvenes que se besan al tiempo que caminan. Los polos se derriten; los palestinos son fumigados como moscas (o como palestinos, me temo: se deja uno arrastrar por las palabras); uno de cada tres niños, en España, está en riesgo de pobreza, etc., pero lo llevamos con naturalidad, sin aspavientos, con la soltura con la que un gran país como Rusia invade una pequeña nación como Ucrania. Hay, pese al frío, gente durmiendo en las calles o rebuscando huesos de pollo en los contenedores, en los de restos orgánicos, se entiende, no en los de vidrio, pues nos preocupa el orden, de ahí que seamos capaces de salir de un sueño atroz y disfrutar, tras pasar por la ducha, de un desayuno rico en cereales.
Un amigo me explica que los seres humanos poseemos el secreto de la vida, que no es otro que el de la normalidad. Cada época, desde el principio de los tiempos, ha tenido sus proveedores de normalidad, en función de los excesos que fuera preciso normalizar. Las normalizadoras más eficaces del momento son las pantallas en general, que normalizan 24 horas al día, siete días a la semana, los 365 días del año, como los altos hornos. Cuando enciendes la tele o escribes un tuit, se normaliza el caos, se normaliza la desigualdad o la salvajada que sea preciso normalizar en ese instante. Todo en orden.
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