Perú: un año, dos desgracias
El expresidente Pedro Castillo y su sucesora, Dina Boluarte, surgen de una política descompuesta
El 7 de diciembre del 2022 se condensaron varias desgracias peruanas. Pedro Castillo —un presidente de izquierda cuyo rasgo principal era el amateurismo sin pudor y un entourage convencido del derecho de rapiña— dio el golpe de Estado más estúpido de la historia nacional y un par de horas después estaba preso. Ese mismo día le sucedió su vicepresidenta, Dina Boluarte, una amateur sin pudor que para gozar de su lotería presidencial se abrazó con la derecha más cavernaria y, cual personaje de videojuego gore, lideró un Gobierno que asesinó a 49 peruanos y aceleró el hundimiento el país.
Hoy la opinión pública se esforzará por distinguir ambos episodios según los gustos de la enconada patria tuitera. Pero Castillo y Boluarte son harina del mismo costal. No solo por aparecer en la misma fórmula presidencial, sino porque surgen de una política descompuesta, vaciada de políticos, poblada de personajes pasajeros fácilmente capturados por intereses ilegales. Con mi colega Rodrigo Barrenechea hemos llamado a este fenómeno el “vaciamiento democrático”: una democracia que, en contra de la patología usual, muere por la disolución del poder y no por su concentración.
Pero hay algo más que la atrofia representativa. El vaciamiento democrático es, valga la redundancia, democrático. Lo ocurrido hace un año transparentó que en el Perú el consenso democrático está muerto. A la democracia peruana le quedan algunos signos vitales, pero las convicciones que la hacen posible no existen más. El Perú es el insólito caso del país que seguía siendo democrático sin que nadie lo desee.
A la izquierda le bastó unas semanas en el poder para demostrar que, tras décadas de perorar sobre ciudadanía, en realidad esperaba un caudillo que repartiera puestos de trabajo. Aunque las pruebas de corrupción en el Gobierno de Castillo se apilaban, primó el espíritu de cuerpo. Afirmaban haber llegado al poder para “cambiarlo todo”, pero en solo unas semanas resultó que debíamos ser comprensivo con Castillo y sus secuaces porque, vamos, así había sido siempre, no seamos racistas: el Gobierno de los pobres no roba, restituye históricamente.
Y el golpe de Estado de Castillo que todos vimos en televisión nacional es negado por muchos. El señor habría leído un papel, poco más. Para más desgracia, son secundados por los presidentes de México y Colombia, lo cual demuestra cuan reprobado sigue estando buena parte del progresismo continental en materia democrática. En síntesis, la izquierda peruana dejó en claro que desertaba del consenso democrático.
A esto siguió la barbarie. Boluarte creyó que domesticaría un país convulsionado y disfrutaría su inesperada presidencia. Pero no pudo domesticarlo. Solo pudo balearlo y traumatizarlo. Las manifestaciones mayoritariamente pacíficas en su contra fueron reprimidas con métodos inaceptables en una democracia: 49 asesinados. La gran mayoría en el sur del Perú, ahí donde todavía, como en el cuento de Ribeyro, la piel de un indio no cuesta caro. Pero la presidenta y su mano derecha, Alberto Otárola, respaldaron tal comportamiento de diversas maneras (el más evidente: Otárola era ministro de defensa cuando ocurrieron las muertes y fue promovido a primer ministro).
En resumen, el Ejecutivo desertó de la democracia al actuar con orgullo por fuera de sus normas básicas.
Pero no están solos en la empresa. Pueden hacerlo porque tienen el respaldado de minorías con activos importantes. Por ejemplo, el Congreso y sus intereses criminales. Después de años padeciendo a Ejecutivos y Legislativos enfrentados, finalmente las ramas de Gobierno en el Perú se pusieron de acuerdo: para saquear. El Ejecutivo con 8% de popularidad y el Congreso con 6% de apoyo comparten visión y misión: la impunidad. Y a su paso dejan despojos de Estado de derecho.
Todo esto ocurre también con apoyo del empresariado, cuya deserción del consenso democrático es incluso previa a Boluarte. Tras las elecciones de 2021 respaldó a la derecha peruana en la innoble e ilegal iniciativa de descarrilar la elección de Pedro Castillo invocando un fraude inexistente. Fue un intento de golpe de Estado electoral. Frustrado como el de Castillo, pero real.
Y frente a la masacre institucional y económica contemporánea los empresarios lucen satisfechos. Hace poco, el primer ministro afirmó en el foro minero más importante: “No nos temblará la mano para seguir defendiendo los derechos fundamentales y la paz social”. Y recibió una ovación de gala porque, claro, el auditorio supo escuchar lo que debía escuchar: que no le temblaría la mano para proteger sus intereses baleando peruanos lejos de Lima. ¡Salud! Lo que mejor representa a la elite peruana es —así lo escribió el historiador Jorge Basadre— el látigo y la juerga.
Es curioso que semejante entusiasmo empresarial sea para un Gobierno que ha metido al país en… ¡recesión! Y uno pensaba que el crecimiento económico era la la madre de todos los objetivos. Pero no: represión encandila más que crecimiento. Bala mata PBI. Solo el 8% de la ciudadanía aprueba el Gobierno de Boluarte, pero la encuesta a gerentes peruanos halló un respaldo del 71%. Más que de la democracia parecieran querer desertar de la nación.
También está la erosión del estado de derecho. Ahora tenemos la prueba —aunque ya lo sabíamos— que para controlar distintas instituciones estatales y, a través de ellas, buscar maniatar a los entes electorales, la fiscal de la nación archivaba decenas de causas penales de congresistas, al tiempo que habíamos visto cómo desmantelaba dependencias encargadas de investigar violaciones de Derechos Humanos. Todos unidos por la arbitrariedad.
Ahora bien, si izquierda y derecha, el empresariado, funcionarios y políticos han desertado del consenso democrático, ¿qué hay de la ciudadanía? Pues deserta de diversas maneras. Hace 10 años, 67% de peruanos afirmaba que la democracia es preferible a cualquier régimen; el 2023 es solo 50%. Y la suma de quienes prefieren un autoritarismo con quienes son indiferentes al tipo de régimen constituye otro 50%. No hay consenso.
¿Y qué pasa con quienes tienen preocupaciones democráticas? De un lado, hay miedo ante la violencia del Gobierno y sus amenazas (“¿Cuántos muertos más quieren”, nos ¿preguntó? la presidenta al anunciarse nuevas protestas).
De otro lado, la mayoría está grogui. Ya nadie puede estar al día con la cascada de escándalos de corrupción, arbitrariedades y desgobierno. Es imposible diferenciar al corrupto de hoy del de ayer, distinguir entre el escándalo de esta mañana del que vendrá. Se trata de un eterno deja vu casi imposible de seguir y tan simple de entender. Como resultado, 800.000 personas se han ido del Perú durante 2022 y los primeros seis meses del 2023. Dimensionemos: en 2020 habían migrado 86.000 personas. Variedades de deserción.
Y quienes se quedan sobreviven. Una encuesta de setiembre de este año encontró que apenas 7% de peruanos no había modificado su dieta por razones económicas. El Perú es el país de América Latina con más nuevos pobres postpandemia. El crimen se expande. Hace poco le pregunté a mis alumnos qué había sucedido en el Gobierno el día anterior (cambio de seis ministros) y nadie tenía idea. Han desertado. No es racional seguir interesándose por lo público en el Perú.
Solo que… sí lo es. Cuanto más tardemos en actuar para acabar con el secuestro del país, más habrá que pelear y reconstruir. De hecho, la ausencia de movilización ciudadana estos días es una pena porque apenas un poco de gente en las calles tiraría abajo este proyecto depredador,, compuesto de gente tan elemental como impopular. Pero no ocurre. El ciudadano desprecia a Boluarte, pero no alcanza para movilizarse. Todo indica que la ciudadanía, como en la canción de Mon Laferte, “aún podía soportar tu tanta falta de querer”.
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