Sin resignación ante la guerra
La ruptura del alto el fuego entre Israel y Hamás es un fracaso colectivo que no era inevitable
Siete días después de que Israel y Hamás decretaran un alto el fuego —en principio de cuatro días, pero luego prorrogado en dos ocasiones— Gaza volvió ayer a ser escenario de las injustificables escenas a las que el mundo asiste desde el pasado 7 de octubre, cuando, en respuesta a un atroz ataque de la organización terrorista, el Gobierno de Benjamín Netanyahu ordenó una despiadada ofensiva. La oscuridad en la que está sumida la Franja desde que Israel cortó el suministro de electricidad hace ya casi dos meses volvió a iluminarse con las estelas de los cohetes que la milicia lanzaba contra Israel y con las explosiones de las bombas lanzadas por la aviación israelí. Y de nuevo el balance de víctimas mortales palestinas, en su mayoría civiles, vuelve a dispararse. Solo durante la noche fueron más de 30. Al mediodía de ayer superaba ya el centenar.
Ambas partes se acusan de haber roto un alto el fuego cuyo efecto más positivo ha sido, sin duda, el de evitar más víctimas inocentes palestinas —unos 15.000 muertos desde el comienzo de las hostilidades— y la liberación de más de 100 personas secuestradas por Hamás durante su ataque de octubre, que costó 1.200 vidas, también en su mayoría civiles. Gaza, además, ha podido recibir suministros básicos a través de la frontera con Egipto. Es cierto que en cantidades minúsculas en comparación con las necesidades generadas por la destrucción causada por los bombardeos, pero ante una situación tan dramática, cualquier ayuda es crucial.
Todo esto y, sobre todo, la perspectiva de convertir el cese provisional de hostilidades en permanente, permitían albergar la esperanza de detener un baño de sangre que ha horrorizado al mundo y de que todas las familias de los rehenes de Hamás pudieran recuperar con vida a sus seres queridos. Es cierto que la paz total nunca ha existido durante esta semana. Poco antes de expirar la última prórroga del alto el fuego, Hamás asesinaba a tres israelíes en una parada de autobús en Jerusalén, reivindicaba el atentado y hacía un llamamiento a “continuar la resistencia”. El día anterior, dos menores palestinos morían tiroteados en las cercanías de Yenín, en Cisjordania. Pero nada de eso impidió que la organización islamista liberara a los secuestrados de la última lista pactada, ni que Israel excarcelara a los prisioneros palestinos que se había comprometido liberar.
Es decir, la ruptura de la tregua no ha sido algo inevitable a lo que el mundo deba resignarse. Y las cosas ya no pueden volver a la casilla de salida. No se trata solo de que Israel, como ha insistido el secretario de Estado estadounidense, Antony Blinken, actúe de acuerdo al derecho internacional humanitario —Netanyahu no puede indignarse y crear una crisis diplomática con España por las legítimas dudas de Pedro Sánchez a este respecto; las cifras hablan por sí solas—. Tampoco se trata solo de que Hamás libere a todos los rehenes y cese en sus atentados terroristas. Se trata también de que esta última semana ha demostrado que se pueden detener las muertes. La comunidad internacional debe seguir presionando para lograr otra tregua, sin perder de vista que ambos contendientes, una democracia y una milicia islamista, no son equiparables moralmente, pero que la responsabilidad por la muerte indiscriminada de miles de personas depende exclusivamente de ellos.
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