Pensadores, pijos y panaderos
¿Para qué cultivar la filosofía si no contribuye a desprendernos del lastre de una polarización que no responde a los intereses reales de la población, sino de esas plataformas monopolizadoras de la política que son los partidos?
Siempre es buen momento para hacer balance de la relación que la filosofía aspira a mantener con la sociedad. Hace unas semanas, uno de los pensadores más destacados de nuestro país, José Luis Pardo —profesor universitario de Filosofía, a pesar de firmar como escritor—, presentaba en filigrana en la tribuna Lo vulgar y lo pijo una afilada caricatura de la pugna que quienes se baten por sentar cátedra en el espacio público han sostenido a lo largo de la historia. Su lectura incidía en la ansiedad de los medios académicos, en aumento a medida que arribamos al siglo XX, por custodiar la interpretación supuestamente definitiva —por pretendidamente rigurosa— de corrientes y problemas cruciales para la configuración social y civil de cada época. Enfocaba asimismo la frivolidad con que una parte considerable de esos mensajes se traslada a circuitos de consumo cultural o inspira incluso posiciones políticas en forma de prontuarios más o menos banales. A mi entender, la cuestión de la vocación transformadora de la filosofía bien merece una vuelta de tuerca más que permita iluminar los talleres ocultos de una actividad que suele suscitar tanta mayor fascinación o displicencia cuanto menos se conocen sus instituciones y hábitos, esto es, la trastienda ideológica de sus imágenes y representaciones.
En los últimos tiempos ha sido objeto de debate el origen aristocrático y patriarcal de la filosofía, en virtud de su proverbial exigencia de liberación del ajetreo cotidiano para quien asume el quehacer de pensar, con la pretensión de acceder gracias a ello a una existencia más auténtica y valiosa que la del resto. Lo han sido menos los cauces para democratizar la propia actividad filosófica, especialmente una vez insertada esta en el mapa universitario, con el propósito de reformular su contacto con el afuera de la academia y de desmantelar así la idolatría del genio solitario del que procederían supuestamente las grandes ideas. En aras de esta tarea pendiente, autores como Marx, Weber, Gramsci, Weil, Adorno o Arendt nos siguen poniendo sobre aviso de que el pensamiento no debe renunciar a impugnar piezas centrales del orden establecido, ya sea este económico, político, ético o cultural. Si fuera así, la práctica conceptual, al saberse de antemano impotente para modificar cualquier dimensión de envergadura para una comunidad humana, quedaría reducida a un oficio de carácter lúdico —cuando no directamente nihilista—, a un mero entretenimiento o gimnasia mental apta para minorías privilegiadas en el mejor de los casos. Solo una combinación de tedio y desprecio hacia el no iniciado podría derivarse de semejante apuesta.
Como diría el viejo Sartre, en realidad “el infierno son los otros”, pues no pocas de las frustraciones actuales de la filosofía obedecen a convenciones que siguen gozando de excelente salud en su campo epistémico. Es evidente que este ha tomado desde sus albores notables préstamos cognitivos de otras disciplinas, con frecuencia sin confesarlo y para ponerlos al servicio de un saber dotado de presunta validez universal. Pero no por ello cabe recomendar que esta materia renuncie a definir realidades como la misma producción de conocimiento, la justicia social, el capitalismo, el totalitarismo, el nacionalismo o la memoria histórica, bajo el capcioso supuesto de que todas sus propuestas al respecto habrían fracasado. ¿Para qué cultivar la filosofía si esta no nos ayuda a modificar las nociones con las que abordamos nuestra identidad personal, interdependencia y derecho a decidir sobre los bienes que tenemos en común? ¿Si no contribuye a desprendernos del lastre de una polarización que no responde a los intereses reales de la población, sino de las plataformas monopolizadoras de la política que son los partidos?
Una mirada caritativa al campo de batalla desplegado por la historia de la filosofía anima a promover nuevas fórmulas para construir el canon de fuentes y voces, esto es, a explorar otras maneras de plantear la teoría y la praxis, sin restarles solidez, pero evitando tratar con condescendencia al común de los mortales, lo que sin duda habrá de conducir a interpelaciones que estén a la altura de las inquietudes de quienes se aproximan a su terminología y argumentaciones. Un intelectual clave para pensar las catástrofes del siglo XX como Günther Anders decía escandalizarse por el absurdo de que los filósofos tuvieran únicamente la ambición de dirigirse a individuos de su misma profesión, como si los panaderos solo elaboraran pan para los de su gremio. Una filosofía consciente de las formas de la exterioridad, conformadas por experiencias, prácticas y subjetividades que anhelan volver legibles sus aspiraciones y malestares, no reflejará por descontado el mejor de los mundos posibles, pero sí estará en condiciones de drenar parte de su agitación por el capital simbólico de la mano de una ubicación social más orgánica y menos impostada. Quizás una transferencia eficaz de sus mensajes ayude a eliminar renglones algo arrebatados en su decurso, rebajando asimismo el ruido y la furia de intervenciones y polémicas que con cierta frecuencia desembocan en un parto de los montes.
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