Adorno
El libro ‘El arte del futuro’ recoge, además, artículos, polémicas y reseñas que, en conjunto, ordenan la amabilidad con que Azúa nos allega su nutritiva heterodoxia en torno a figuras tan dispares
Wendell Kretschmar fue un músico y conferencista tartamudo, una criatura novelesca de Thomas Mann por boca de quien, en los tramos iniciales de su prodigioso Doktor Faustus, habla nada menos que el profesor Theodor W. Adorno.
Adorno figura —más bien aparece y desaparece, como lo haría Scarbo, el duendecillo malvado del Gaspard de la nuit de Maurice Ravel— en los persuasivos ensayos de El arte del futuro (Debate, 2022), meditados y escritos admirablemente por Félix de Azúa.
El Adorno que entra y sale de estos textos es tan inquietante y escapadizo como el grotesco personaje fantaseado por el simbolista Aloysius Bertrand, cuyo poema en prosa famosamente inspiró a la suite de Ravel.
Entre los logros de este libro singularísimo está, para mí, el saber mostrarnos a Adorno como insospechado responsable de que el siglo XXI sea, en palabras de Azúa, “el primero en la historia de la humanidad que no escucha su propia música, sino la de sus antepasados”.
La selección ofrece 11 ensayos publicados en el curso de años, muchos de ellos en muy selectas publicaciones especializadas. El más sólido es, a mi entender, el que Azúa dedica a Antón Bruckner.
El libro recoge, además, artículos, polémicas y reseñas que, en conjunto, ordenan la amabilidad con que Azúa nos allega su nutritiva heterodoxia en torno a figuras y temas tan dispares como Glenn Gould, George Steiner, el Viaje de Invierno de Schubert, Pío Baroja, Natalia Gutman, Wilhelm Furtwängler, Shostakovich, el streaming o Leonard Bernstein.
De todos ellos destaco La música callada, en el que Azúa se ocupa del asunto que da título a su libro. “De todas las artes —señala—, es la que mejor se ha adaptado a la tecnología del simulacro, la única capaz de producir infinitas copias y mantener, al mismo tiempo, el original, la música en directo”. Esta sumisión de la música a la técnica le permite mantener intacto lo que Azúa llama “el soberbio galeón centenario del concierto”.
La elegancia y certidumbre que Azúa infunde a estas meditaciones sobre nuestro tiempo emana de su censura a lo que llama “vanguardia dogmática” que, a partir del fin de la Segunda Guerra Mundial y al influjo fundamental de las ideas de Adorno sobre el pasado y futuro de la música y su función como recurso “contra la alienación capitalista”, logró esterilizar el debate intelectual sobre las formas y estragar el gusto de los programadores de las salas de concierto.
Sus dirigentes dictaminaron durante décadas qué podía ser verdadera música y qué tan solo banal entretenimiento para las masas alienadas.
Nada menos que George Steiner incluyó a Adorno en su lista corta de cimas del pensamiento que, según él, nos han dicho algo nuevo o definitivo sobre lo que es la música. La constelación es ésta: San Agustín, Rousseau, Kierkegaard, Schopenhauer, Nietszche… y Adorno.
¡Adorno! que despachaba el jazz como forma bastarda y alienante y pensaba que la técnica de la fuga bachiana refleja la racionalización laboral impuesta por la burguesía preindustrial.
Hablamos, sin embargo, del mismo pensador que Thomas Mann escogió como consejero en julio de 1943, mientras se aprestaba a acometer la Vida del compositor alemán Adrian Leverkühn, narrada por un amigo.
Tal como Mann lo cuenta en La novela de una novela, crónica del tiempo de guerra en que escribió Doktor Faustus, su amistad con Adorno comenzó con el préstamo que el filósofo-compositor le hizo de un libro del fenomenólogo Julius Bahle sobre los mecanismos de la creación musical.
Muy pronto, Adorno le dio a leer también su tratado sobre la filosofía de la música moderna. Allí encontró Mann un pensamiento crítico que “tenía una singular afinidad con la idea de mi obra, con la composición en que yo vivía y me afanaba. En mí surgió la decisión: Este es mi hombre”.
En aquel manuscrito, Adorno exponía la técnica dodecafónica de Arnold Schönberg que Mann atribuye a su héroe, Leverkühn. Las ideas del profesor sobre el lenguaje tonal de Beethoven también informan las conferencias de Kretschmar, el organista tartamudo.
“Como es sabido —nos recuerda Azúa—, Mann recibió toda la información sobre el dodecafonismo de Theodor W. Adorno y cuando se publicó la novela estalló uno de los conflictos más ridículos en la historia de la música y la literatura: Schöenberg se enfadó con Mann, éste le echó la culpa a Adorno, entonces Schöenberg se enfadó con Adorno y éste con Mann”.
Entre Schöenberg y Adorno, amigos, me quedo con el entrañable Wendell Kretschmar, el organista entusiasta y tartamudo.
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