¡Quieto, Rex!
La violencia se rige por las reglas de la orgía, sin que nadie pueda detenerla si se le suelta la correa
El dueño de un perro peligroso, de un pitbull terrier o de un rottweiler, está obligado a tenerlo siempre bajo control, en la jaula, con la correa y el bozal. Si un día lo encuentras por la calle y una de esas mascotas se te echa encima dispuesta a arrancarte media pantorrilla de un bocado, el dueño tratará de controlarla y puede que lo consiga. ¡Quieto, Rex! —le grita—. A la quinta o sexta vez de tirar con fuerza de la correa, por fin el perro desiste y el dueño aprovecha el que no te ha destrozado una pierna para ponderar sus virtudes. En efecto, Rex es muy noble y cariñoso, el guardián más fiel y seguro de la casa. Pienso en esta raza de perros cuando en una manifestación pacífica veo a esos jóvenes salvajes que rompen escaparates, incendian contenedores y se enfrentan cuerpo a cuerpo con la policía. En medio de la violencia iluminada por las llamas se supone que estas camadas están dirigidas por unos mandos que las usan como fuerzas de choque en la lucha política. Pero la violencia se rige por las reglas de la orgía y se alimenta de sí misma sin que nadie pueda detenerla si se le suelta la correa. Quien pretenda controlarla se arriesga a ser devorado por ella. El dueño del rottweiler tenía la costumbre de dejarlo de noche suelto por el jardín. Cuando volvía a casa de madrugada, al abrir la cancela allí estaba el perro en la oscuridad recibiéndolo con grandes muestras de alegría. No se sabe qué sucedió aquella vez. Puede que al olisquearlo detectara un perfume femenino que no era el de siempre, puede que oliera el sudor de una bebida que no reconocía, puede que el perro hubiera optado por darse un buen festín. De hecho, el rottweiler lo tomó por un extraño que invadía su territorio, se abalanzó sobre su amo y por mucho que el amo le gritaba por su nombre, ¡Quieto, Rex!, el perro hincó los colmillos en su yugular y no cesó en su furia hasta matarlo.
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