Una navajita en el bolsillo
Lucas, un menor neoyorquino con indumentaria de rapero, ya tiene la certeza de que puedes ser castigado con una crueldad implacable a pesar de ser inocente
Esta historia es el esbozo de una novela que probablemente jamás será escrita. El protagonista es Lucas, hijo de una amiga escritora que vive en Nueva York. Si Lucas hubiera nacido en los años sesenta, habría sido definido como inquieto, un poco impertinente, inconformista y peleón, pero como ha nacido en el siglo XXI y en Nueva York, a punto estuvieron de medicarlo en sus primeros años escolares para corregir su carácter indómito. Por fortuna, sus padres prefirieron encarar los inconvenientes de educar a un inconformista precoz. Lucas ha llegado a la preadolescencia con intereses muy relacionados con su meticulosidad: desea saber las leyes que rigen nuestras vidas, toca el violín con destreza y cocina con modos de gran chef. Desde niño nuestro héroe había estado obsesionado con tener una navajita automática, en parte porque sus padres les han inculcado, a Lucas y a su hermano, el amor a la naturaleza y en las excursiones veraniegas a Colorado se le fue despertando desde muy pronto un afán de explorador. Llevaba años pidiendo el chaval la dichosa navajita para su cumpleaños, pero su madre se resistía, por si al manejarla se cortaba. Las madres que hemos tenido hijos que maquinan aventuras que rozan el peligro o el desastre, sabemos del desgaste emocional que supone criar a un niño que siempre está a punto de liarla. Se trata, además, de criaturas tan empecinadas en sus deseos que planean sus hazañas en secreto, con una tenacidad que los convierte en sabios de saberes a menudo inútiles. Eso lo dirá la vida.
Lucas llegó a los 14 años sin navaja, pero descubrió que al lado de su escuela había una de esas tiendas neoyorquinas que son como diminutos bazares de maravillas. Allí brillaba esa joya que tanto anhelaba.
Buscó en internet las leyes que regían la compra del ansiado instrumento y, sintiéndose amparado por la ley, comenzó a ahorrar hasta reunir la suma necesaria. Una mañana, en la hora del recreo, va a la tienda y le pide al dependiente que le enseñe varios modelos. Los estudia, los sopesa como un profesional. Lo que no sabe Lucas es que una clienta está observando la operación con inquietud. Esa mujer, rigurosa defensora del bien, alerta rápidamente a la dirección de lo que ha visto y del aspecto del estudiante. No es difícil describir a Lucas: su indumentaria es la de un rapero, la de cualquiera de esos chicos que viven 50 calles más arriba, en Harlem. Cuando el niño, feliz de poseer el objeto tanto tiempo soñado, llega al colegio, ya lo está esperando el director que, tras comprobar que el arma está en el bolsillo del chico, le ordena recoger sus cosas e irse a casa. Irse a casa para siempre. Ni tan siquiera su madre podrá gozar de una reunión presencial. En un encuentro virtual le comunican que no quieren tener a un niño que puede atacar a otros o autoagredirse. Lucas se queda sin centro a final de curso. Le conceden, eso sí, el boletín de notas, pero lo dejan seriamente traumatizado. A menudo preguntará a su madre: ¿Pensaban que me iba a suicidar?, ¿creían que mataría a mis compañeros?
Las madres jamás claudican, por eso el mundo sigue girando. La madre de Lucas le pide al profesor de violín del niño que le permita asistirle en sus clases. Lucas se convierte así en ayudante del músico mientras prepara el ingreso en la escuela artística en la que ahora estudia. ¿Es este un final feliz? No tanto. Esta experiencia ha inoculado en el chaval una desconfianza hacia el mundo, la certeza de que puedes ser castigado con una crueldad implacable a pesar de ser inocente y que a cuenta de no ver contaminado su prestigio, una escuela de ejemplares ciudadanos es capaz de confundir travesura con delincuencia. Y de esta manera esa buena gente pensará que hace algo por disminuir la terrible violencia que sacude un país lleno de almas solitarias que acumulan fusiles de asalto en los sótanos.
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