Duelo en la cumbre de la inteligencia artificial
El golpe de Estado contra Sam Altman, jefe ejecutivo de OpenAI, no ha salido bien
Steve Jobs tardó 12 años en volver a Apple, triunfante y victorioso, después de ser despedido por su propia junta directiva. Sam Altman podría tardar menos de 48 horas. Los mileniales lo viven todo a triple velocidad. Eso significa que todo lo que escriba hoy podría ser usado en mi contra mañana, cuando salga esta columna, y por eso seré cauta y descriptiva. El viernes, la junta directiva de OpenAI despidió a su consejero delegado con un comunicado que dice que “no había sido consistentemente franco en sus comunicaciones” y que habían perdido su confianza en él. Si le han pillado negociando acuerdos a escondidas para beneficio propio, esa es la excusa. Hay otra razón.
OpenAI empezó como OpenAI Incorporated, una organización sin ánimo de lucro dedicada a promover el desarrollo de una inteligencia artificial (IA) segura, con el enfoque en la investigación abierta y la colaboración con empresas y universidades para abordar los desafíos éticos y de seguridad asociados a su desarrollo. Después llegó OpenAI Limited Partnership, la empresa con ánimo de lucro que reventó el mercado con un producto llamado ChatGPT. Esta última es la que cerró el código, subió la apuesta, y conduce a toda mecha hacia el horizonte utópico de una inteligencia artificial general.
El pasado día 6, esa OpenAI LP celebró su primera conferencia de desarrolladores, la verdadera puesta de largo de un coloso del sector. Sam presentó, en su mejor estilo Steve Jobs, una avalancha de propuestas comerciales, incluyendo GPT-4 Turbo, chatbots personalizados y hasta una App Store. Quiere crecer todo lo que pueda mientras pueda, busca la consolidación. Pero sigue controlada por la ONG idealista a través de la junta directiva que despidió a Sam. Hace tiempo que sus dos visiones se han vuelto incompatibles. Algo tenía que ceder.
La junta está compuesta por tres fundadores (Altman, el presidente Greg Brockman y el director de investigación Ilya Sutskever) y tres miembros externos (Adam D’Angelo, fundador y consejero delegado de Quora; Tasha McCauley, ingeniera de la Rand Corporation, y Helen Toner, directora del Centro de Seguridad y tecnologías emergentes de Georgetown). Ninguno tiene acciones y todos tienen voto. Brockman fue expulsado de la junta al mismo tiempo que Sam. Ha sido un golpe de Estado de Sutskever contra sus cofundadores, respaldado por los tres votos externos. No le ha salido bien.
No consultó al departamento legal. Le habrían dicho que esperaran al menos a que cerrara la Bolsa para no perjudicar a Microsoft, su principal inversor y aliado, antes del fin de semana. Tampoco consultó con sus inversores, que aman a Sam por encima de todas las cosas porque ha llevado a la empresa de 0 a 86.000 millones de dólares en menos de lo que tardas en decir zarzaparrilla existencial. Ni siquiera tanteó a los ingenieros, imprescindible mano de obra contratada por Sam. Entre todos han exigido la cabeza de la junta y su inmediata restitución.
Es la tarde del domingo y Altman lleva 15 horas negociando su vuelta, con cambios significativos en la dirección. El futuro es impredecible, pero me atrevo a suponer que mañana a estas horas la cabeza capitalista y desenfrenada de esta hidra habrá devorado a la ONG. Altman saldrá de este drama más poderoso e intocable que nunca. Ellsworth Toohey ha vuelto a ganar.
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