Empanada Rand
Los holandeses Toneelgroup han vuelto con 'The fountainhead', adaptación de la novela de Any Rand
Tras las extraordinarias Tragedias romanas del año pasado, la nueva y esperada visita al Grec de la compañía holandesa Toneelgroup ha supuesto para mí una relativa decepción. Relativa porque, mientras el montaje y las interpretaciones siguen a gran altura, el texto elegido (una adaptación de El manantial, la millonaria novela de Ayn Rand) me resulta una extraña opción por parte de su director, Ivo Van Hove, que ha llevado a la escena materiales mucho más sustanciosos, como Opening night, de Cassavetes; Gritos y susurros, de Bergman, o Rocco y sus hermanos, de Visconti.
El tema central de El manantial (la lucha de un artista fiel a sus principios) es atractivo, la ideología de Rand es intrigante (una conservadora atea no es cosa de cada día) y su voz tiene fuerza, pero todo ello ha de competir con una trama disparatada y unos personajes que en su mayoría parecen trazados con tiralíneas y condenados a exponer los discursos de la autora.
Howard Roark (Ramsey Nasr), el incorruptible hombre superior del relato, es un arquitecto visionario, cuyas obras se inspiran en las de Frank Lloyd Wright, aquí más convulso y antipático que el que conocimos, encarnado por Gary Cooper, en la famosa versión cinematográfica de King Vidor. Cuesta sintonizar con su arrogancia y con la turbia relación de amor y odio que le ata a Dominique Francon (Halina Reijn): su primer encuentro en la cantera no desentonaría en una película de Isabel Sarli, y sigue luego el esquema de una reiterada fantasía de violación (resistencia, ataque a posteriori, grito) que Van Hove presenta en sempiternos planos cenitales.
“Te destruiré para que vuelvas a mí derrotado es el bolerístico lema de la retorcida Dominique, una niña bien que (sorprendentemente) escribe crítica de arquitectura en un tabloide neoyorquino y detesta el mundo que le rodea, pero quiere extraerle el máximo jugo casándose con quien haga falta, cosa que en el programa de mano describen como una lucha extrema por su libertad y autonomía. Completa el trío central otro arquitecto, Peter Keating (Aus Greidanus Jr.), concebido como el absoluto opuesto del protagonista: no tiene talento, es un trepa descomunal que se vende al mejor postor (en el libro es todavía más canalla), y cuanto más le ayuda Roark más le odia. Keating es tan unidimensional como su madre (Frieda Pittoors), otro berroqueño monstruo de ambición de principio a fin.
Yo no sé si Ayn Rand era seguidora de Ibsen, pero, salvo su habilidad dramática, comparte con él su moral individualista, su gusto por las soflamas y los giros melodramáticos, y hay una curiosa semejanza de personajes: a ratos Roark hace pensar en un cruce entre Solness y Lovborg; Dominique parece la hermana americana de Hedda Gabler, y Keating recuerda a un Tesman altamente encabronado. A excepción del protagonista, los buenos abandonan muy pronto la escena: Henry Cameron (Hugo Koolschjin), el sabio y relegado mentor de Roark, muere casi enseguida, y Katie Halsey (Tamar Van den Dop), la honesta novia de Keating, no reaparece hasta el tercio final. Hay un malo malísimo, el delirante y muy latoso Ellsworth Toohey (Bart Slegers), que empieza siendo crítico de arte (sí, en el mismo tabloide) y, para nuestra sorpresa, en la segunda parte se convierte en un súbito Mabuse, un colectivista (inspirado, según Rand, en el socialista inglés Harold Laski) que manipula a diestro y siniestro y aspira a convertirse en el nuevo amo del periódico para adoctrinar a las masas: solo le falta la risa de mad doctor.
La acción en la segunda parte se detiene para dar cabida a tediosas reflexiones en torno a la ética, el arte y los artistas
Tampoco sé si Bernard Shaw fue una influencia para la autora, pero el personaje de Gail Wynand, propietario del New York Banner (el tabloide citado), no anda lejos de Andrew Undershaft, el mefistofélico capitalista de Major Barbara. Wynand es un bicho corrupto, convencido de que todo quisque tiene un precio, pero como es un emprendedor, Rand le concede un corazoncito: tiene un secreto anhelo de pureza, que le llevará a admirar y proteger a Roark, a cambio, eso sí, de un alto precio. Es, para mi gusto, el personaje más interesante de esta historia, y su ambigüedad está maravillosamente servida por Hans Kesting, que ya nos deslumbró como el Marco Antonio de las Tragedias: de no ser por él, la verbosísima segunda parte del espectáculo invitaría a la huida.
La escenografía, firmada por Jan Versweyveld, es portentosa. El escenario de la sala Puigserver del Lliure alberga lo que a primera vista se diría un enorme estudio de arquitectura, y, según Van Hove, trata de ser un espacio industrial de ideas, donde actores, técnicos e instrumentistas suministran un feliz torrente de textos, dibujos, imágenes de vídeo y música en directo. Es apasionante ver cómo las cámaras de Tal Yarden nos muestran, paso a paso, los procesos de creación de Roark y Keating, desde sus primeros bocetos hasta el alzamiento de los edificios; también se suceden las portadas del periódico de Wynand, e incluso aparece, en la última parte, una antigua rotativa en pleno proceso de impresión. La estupenda música de Eric Sleichim está interpretada por el grupo Blindman, alternando teclados electrónicos con una marimba o un Theremin.
El espacio industrial se fragmenta, a gran velocidad, en sala de juicios, en la redacción del Banner o en el ático del magnate, que tiene literalmente la ciudad a sus pies. Hay momentos resueltos con soberbia inventiva, y su cima es la voladura del edificio, que provoca un auténtico vendaval de papeles. Van Hove es un maestro a la hora de enlazar las escenas, pero por muy celéricas que sean las transiciones, si el texto es pesado lo sigue siendo. Koen Tachelet, el adaptador, ha bregado con la ardua tarea de sintetizar y comprimir en cuatro horas las ochocientas páginas del original. La historia, pese a sus muchos esquematismos e inverosimilitudes, avanza a buen ritmo en su primera parte pero pierde fuelle de modo alarmante en la segunda, porque la acción se detiene para dar cabida a tediosas reflexiones en torno a la ética, el arte y los artistas, el filisteísmo de las masas y un largo etcétera. Y por si el mensaje no estuviera bastante claro, Roark remacha el clavo con una larguísima apología del egoísmo creativo y la insolidaridad, que la señora Thatcher hubiera aplaudido. Con un poco de sentido del humor, El manantial daría para un enloquecido musical, en la línea de Jerry Springer: the opera.
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