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Columna
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El valor que demuestran aquellos que denuncian a sus maltratadores es directamente proporcional al desprecio que merecen aquellos que ningunean sus esfuerzos

El cardenal Juan José Omella, en la asamblea plenaria extraordinaria de la Conferencia Episcopal de España para tratar el tema de la pederastia en la Iglesia.
El cardenal Juan José Omella, en la asamblea plenaria extraordinaria de la Conferencia Episcopal de España para tratar el tema de la pederastia en la Iglesia.Claudio Álvarez
Marta Peirano

Hay una diferencia entre ser violado a punta de cuchillo en un descampado y ser asaltado sexualmente durante años por un miembro de la familia o una autoridad de su entorno directo, como un cura o un entrenador. Son dos tipos distintos de trauma, con sintomatologías diferentes y a menudo opuestas. La diferencia está en la repetición.

Las personas que son víctimas de un acontecimiento traumático —violación, robo, accidente, catástrofe natural— puede sufrir pesadillas o flashbacks, reacciones de miedo y sobresalto exageradas y pensamientos negativos sobre sí mismas y el mundo que las rodea. Son síntomas de un síndrome de estrés postraumático. El ejemplo típico es la mujer violada que no tolera el contacto físico o el veterano de guerra que se tira al suelo cuando oye un petardo o empieza una pelea sin mediar provocación.

El estrés postraumático convierte el contacto o el ruido cotidianos en hechos tan amenazantes o peligrosos como el acontecimiento traumático original, haciendo que la vida normal se vuelva intolerable. En contraste, el trauma complejo que deriva de la exposición a múltiples experiencias traumáticas que se repiten y prolongan en el tiempo, suele tener el efecto contrario. Convierte el acontecimiento traumático en un hecho cotidiano tan intrascendente que una vida intolerable se vuelve normal.

El niño que no puede huir ni defenderse de su maltratador desarrolla estrategias para convivir con él. Aprende a proteger al maltratador a costa de su propio bienestar, incorporando sus mentiras y justificaciones. Por ejemplo, aprende a creer que lo maltratan por su propio bien. Aprende a disociar durante las palizas o abusos sexuales, a desconectar de su propio cuerpo, desactivando su miedo y el impulso de escapar. Aprende a asumir la culpa de todo lo que se pasa, buscando una cierta ilusión de control. Si es culpa suya, podría protegerse mejorando, siendo perfecto.

Con el tiempo, la exposición crónica a las hormonas derivadas del estrés, como la cortisona y la adrenalina, altera el tamaño y la función de la amígdala, el hipocampo y la corteza prefrontal, secciones responsables de la memoria, las decisiones y la regulación emocional. Los abusos repetidos en la infancia causan literalmente un daño cerebral que condiciona la vida adulta.

La niña maltratada no se casa con un maltratador buscando el veneno conocido. Ha aprendido a ignorar, tolerar y racionalizar las señales de peligro que alejan al resto. El niño maltratado tolera el acoso en el trabajo y no defiende sus derechos porque ha aprendido que se los tiene que ganar esforzándose. Van por la vida sin sistema inmunitario, entrenados en la culpa, desconectados de su cuerpo y emociones, entregados a un perfeccionismo mutilador. El valor que demuestran aquellos que denuncian a sus maltratadores es directamente proporcional al desprecio que merecen aquellos que, por incompetencia intelectual o pobreza emocional, ningunean sus esfuerzos.

Entre el poder y sus víctimas, hay personas que siempre defenderán el poder. Frente a los abusos a menores en instituciones católicas, en un país que todavía esquiva la terapia y estigmatiza la atención psiquiátrica, podemos mandar otro mensaje: estamos con los maltratados y no con el maltratador.

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