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Una inteligencia no tan artificial

Las máquinas se inspiran en la mente humana. Es hora de que nos devuelvan el favor

Un zepelín sobrevuela Barcelona junto a la estatua de Colón.
Un zepelín sobrevuela Barcelona junto a la estatua de Colón.
Javier Sampedro

Nuestra tecnología nunca ha sido tan artificial como creemos. En las primeras décadas del siglo XX los globos dirigibles, llamados zepelines por el conde Ferdinand Adolf August Heinrich Graf von Zeppelin, célebre inventor alemán de la época, eran una de las propuestas estrella para surcar los cielos. El hecho de que el conde no tuviera ni idea de matemáticas y de que, según ciertas versiones sin contrastar, le copiara la idea al cónsul colombiano en Hamburgo, no fue la primera causa de la caída en desdicha de los zepelines. La primera causa fue el desastre del Hindenburg, como sabe cualquier espectador de los documentales de La 2, que son casi todos los españoles según las encuestas, no así según los índices de audiencia.

Y la segunda causa fue que el conde había ignorado un principio básico de la ingeniería: no arregle lo que ya funciona. En cuestión de volar, lo que ya funcionaba eran los pájaros. Ninguno de ellos utiliza un balón de hidrógeno para flotar por el aire de un lado al otro. Imaginen que las águilas se tuvieran que mover así: se habrían extinguido por inanición. Las águilas, como el resto de las aves, son más pesadas que el aire. Planean, pero no flotan. A cambio, tampoco explotan como el Hindenburg. Aunque los turistas actuales se den un ocasional chute de adrenalina montando en globo en la Capadocia, nuestro trasporte aéreo no se basa en la antinatural ocurrencia del conde Von Zeppelin, sino en la forma de los pájaros. Es un ejemplo primitivo de bioinspiración, y hay muchos más. No aburriré al lector con su enumeración, aunque sí le invito a pensar sobre el tema. Pensar es fatigoso, pero entretenido.

La inteligencia artificial no es una excepción. Nunca lo fue. La evidencia de que nuestra mente está hecha de neuronas que reciben muchas conexiones por sus dendritas, las procesan y emiten una señal por su único axón se remonta a Cajal, y los intentos de imitar esa configuración tienen medio siglo de historia. Las redes neurales artificiales que subyacen a los prodigios de las máquinas actuales —ChatGPT es solo la punta de un iceberg gigantesco— se inspiran en nuestra mente también a un nivel superior. Como ocurre en nuestro cerebro, estas redes procesan la información de entrada mediante una capa tras otra de abstracción progresiva. En nuestro córtex (corteza cerebral) visual, esos niveles progresan desde líneas y ángulos, pasando por formas planas como los cuadrados y tridimensionales como los cubos, hasta generar una gramática de las formas que nos permite ver el mundo. El mismo principio se puede aplicar a cualquier información que reciba una máquina.

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En un alarde de justicia histórica, la inteligencia artificial nos está empezando a devolver los servicios prestados. Los neurocientíficos están obteniendo tal raudal de información sobre el cerebro que no hay mente humana que lo pueda digerir, metabolizar y convertir en conocimiento. Un cerebro humano tiene 80.000 millones de neuronas, un número comparable al de estrellas en una galaxia, y cada una puede recibir información de otras 1.000 o 10.000 neuronas. Demasiado para nuestra pobre especie, recién asomada al árbol del conocimiento. Bienvenido sea el robot que pueda ayudarnos.

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