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conflicto árabe-israelí
Tribuna
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El 11-S, versión iraní

La espectacular operación de Hamás lleva el sello de Teherán, que boicotea así el acercamiento de Arabia Saudí a Israel para único beneficio de los enemigos de Occidente

Celebraciones en Teherán por el ataque de Hamás a Israel, en la noche del 7 de octubre.
Celebraciones en Teherán por el ataque de Hamás a Israel, en la noche del 7 de octubre.ABEDIN TAHERKENAREH (EFE)
Gilles Kepel

La espectacular incursión llevada a cabo por Hamás al cruzar la frontera israelí el sábado 7 de octubre, al alba del sabbat, se ha comparado con la guerra de octubre de 1973 —también conocida como de Yom Kipur o del Ramadán— lanzada por el rais egipcio Anuar el Sadat y el presidente sirio Hafez el Assad hace, más o menos, medio siglo. Esto debilitó considerablemente al Estado judío, obligándolo a iniciar la retirada de los territorios ocupados durante la Guerra de los Seis Días de junio de 1967. Sacudió la economía mundial y el equilibrio de poder en Oriente Próximo, convirtiendo a la Arabia Saudí del rey Faisal, iniciador del embargo petrolero árabe que provocó el aumento masivo del precio del crudo, en la superpotencia regional.

La coincidencia de fechas no es fortuita, ni siquiera en el efecto sorpresa maximizado por el ataque lanzado durante una fiesta religiosa judía que suspende la vigilancia de las Fuerzas de Defensa de Israel; pero el ataque de Hamás, en cambio, se inscribe simbólicamente en la continuidad de la “doble incursión bendita” lanzada por Al Qaeda contra Nueva York y Washington el 11 de septiembre de 2001. Igual que Bin Laden logró impresionar a la opinión pública musulmana —y mundial— al demostrar que el orgulloso Estados Unidos era un coloso con pies de barro, superponiendo en la opinión mundial un milenio islamista al tercer milenio cristiano, los líderes de Hamás y su padrino iraní han expuesto como nunca la fragilidad de Israel, pisoteando la soberbia electrónica y tecnológica de la start-up nation, la nación de reciente creación.

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La infranqueable y costosa barrera de seguridad fue cortada y franqueada, sobrevolada y sorteada por mar con una desconcertante facilidad; centenares de rehenes civiles y militares —según los primeros cálculos— fueron conducidos hasta los túneles de Gaza, en medio de escenas de linchamientos, dejando las calles sembradas de cadáveres, un espectáculo aterrador retransmitido en todo el mundo a través de las redes sociales. Algo nunca visto desde la guerra de 1948, cuando se creó el Estado judío. Cualquiera que sea el alcance de la destrucción que ya está sufriendo el enclave palestino como venganza, el golpe asestado es inaudito; a Israel, pero también, por consiguiente, al Atlántico Norte Occidental, del que este país es el símbolo aborrecido por muchos árabes, musulmanes y poblaciones del Tercer Mundo anteriormente colonizado. Unos años después de septiembre de 2001, Al Qaeda ya no existía, pero el nuevo equilibrio de fuerza internacional se había alterado. La hiperpotencia estadounidense, según la expresión de Hubert Védrine, desapareció como modo de dominación cultural en el mundo, abriendo el camino a un multilateralismo conflictivo que hoy, dos décadas después, abarca desde la guerra de Ucrania a la ubicuidad de los BRICS [Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica]. Las imágenes de los ataques a Sderot y otros lugares del sur de Israel quedarán grabadas en la mente como una variación terrestre del ataque aéreo contra las Torres Gemelas de Nueva York.

Bin Laden y Al Zawahiri concibieron el 11-S también como una respuesta del yihadismo suní a la fatua chií del ayatolá Jomeini del 14 de febrero de 1989, que movilizó al mundo musulmán al convertir a Irán en el defensor de los creyentes ofendidos por la “blasfemia” de Salman Rushdie. Este golpe mediático mundial nubló la retirada soviética de Kabul al día siguiente, que debería haber marcado la victoria de la yihad afgana financiada por las petromonarquías suníes y armada por la CIA, y que provocaría la caída del Muro de Berlín unos meses después. La incursión de Hamás —aunque se trata de un movimiento sunita surgido de la Hermandad Musulmana Internacional— solo ha sido posible gracias a la ayuda total del Irán chií, del que se ha convertido en auxiliar, tanto mediante el suministro de materiales como por medio de la impresionante preparación diseñada por los servicios de inteligencia de Teherán para una operación de esta magnitud, destruyendo al mismo tiempo la arrogancia del Mossad (servicio de inteligencia exterior israelí) y del Shin-Bet (servicio de inteligencia de seguridad interna), ahora modelos caídos de la superioridad israelí en este ámbito. Los “disparos en solidaridad con Gaza” de Hezbolá, el partido chií libanés afiliado a la República Islámica, contra Galilea y la inmediata respuesta israelí auguran, 24 horas después del ataque de Hamás, tanto la ampliación del conflicto como la coordinación de la maniobra por parte de la Fuerza al Quds de la Guardia Revolucionaria iraní.

Al recuperar así el control del conflicto palestino-israelí, ahora llevado al paroxismo de la violencia, Teherán quiere, en primer lugar, torpedear el acercamiento entre saudíes e israelíes impulsado por Washington en la continuación de los Acuerdos de Abraham, y caracterizado por las recientes visitas oficiales de dos ministros del Estado judío al reino, una primicia histórica. Ahora las imágenes de la devastación en Gaza —entre ellas las de mezquitas derribadas— debido a los bombardeos israelíes, ponen a Riad en una situación comprometida.

Para Netanyahu, cuya vacilante credibilidad, en el interior e internacionalmente, ha sufrido decisivamente por un desastroso efecto sorpresa, la escala de la respuesta que supuestamente “abrirá las puertas del infierno” para Hamás es la condición sine qua non de la supervivencia política. En efecto, la desintegración moral de Israel bajo el efecto de una coalición gubernamental rehén de los ministros más extremistas, los ataques a la Constitución, las manifestaciones masivas y la desobediencia civil de numerosos reservistas que se negaron a entrenar para protestar contra esta deriva política, crearon las condiciones para un debilitamiento que la República Islámica ha sabido aprovechar.

Pero los efectos colaterales de la respuesta de las Fuerzas de Defensa Israelíes con su predecible procesión de muertos y cantidades ingentes de heridos —especialmente porque la evaluación provisional del sábado 7 de octubre hace pensar que el número de víctimas israelíes superó al de palestinos en el primer día de enfrentamiento— ya se han dejado sentir. Riad solo ha podido “poner en guardia a Israel contra los posibles riesgos de escalada debido a la ocupación y privación de los derechos legítimos del pueblo palestino, así como de las provocaciones sistemáticas contra sus lugares sagrados”, para evitar que su rival chií encuentre argumentos para desafiarlo por el liderazgo mundial sobre el islam. El acercamiento con el Estado judío se pospone sine die, para gran vergüenza de la Casa Blanca, que pretendía contrarrestar la política agresiva de Teherán, que se ha acercado considerablemente al Kremlin, destinatario de armas iraníes utilizadas por el Ejército ruso contra las tropas ucranias. Inversamente, la diplomacia afín a Putin, a la que se ha aferrado Netanyahu durante sus años en el poder, y que constituía un seguro político ante la República Islámica, principalmente en el espacio aéreo sirio, también ha resultado un fracaso.

Recibido en tono menor en Nueva York, al margen de la Asamblea General de Naciones Unidas, por el presidente Biden, que no oculta el desprecio que siente por Bibi, este último se ve obligado hoy a llamar a sus predecesores al rescate... a riesgo de ver pronto cerrarse sobre él la trampa legal que su alianza con la extrema derecha había retrasado, a costa de un desastre político y de seguridad para el Estado judío. Está experimentando uno de los peligros más graves de su existencia, mientras que los signatarios árabes actuales y potenciales del Pacto de Abraham, así como Egipto y Jordania, tendrán que enfrentarse a su opinión pública. Los enemigos de Occidente en general, empezando por Teherán y por ende Moscú, son los beneficiarios, sujetos a una conflagración general que sería la sombra del 11-S, recuperado ahora por el islamismo chií.

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