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Tribuna
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Un golpe catastrófico

Hace cien años Miguel Primo de Rivera, empapado de populismo y nacionalismo, dio un paso que interrumpió más de un siglo de experiencias constitucionales e hizo muy difícil encontrar en España unas reglas de juego acordadas por la izquierda y la derecha

Tribuna Moreno Luzón 29/09/23
EVA VÁZQUEZ
Javier Moreno Luzón

Hace cien años, el 13 de septiembre de 1923, el capitán general de Cataluña, Miguel Primo de Rivera, publicaba un manifiesto empapado de nacionalismo y populismo. En él exigía que, tal y como demandaba el pueblo sano, se quebrara la legalidad vigente: para salvar a la patria de revolucionarios y separatistas, los corruptos políticos que se alternaban en el gobierno debían hacerse a un lado y dejar paso al ejército. El mensaje se aderezaba con expresiones machistas: “el que no sienta la masculinidad completamente caracterizada –decía—, que espere en un rincón”. Y estallaba en un “¡Viva España y viva el Rey!”. Día y medio más tarde, Alfonso XIII lo nombraba presidente de un inédito directorio militar. Con ese gesto arrancaba la primera dictadura española del siglo XX, que duró algo más de seis años y trastornó por completo la marcha del país.

Hasta la década de los noventa, entre historiadores y comentaristas cundía una imagen benévola de aquel régimen autoritario, tan simpática como la figura varonil y castiza del propio dictador. Muchos lo consideraban un paréntesis con escasas consecuencias, que ni siquiera había renunciado del todo a los principios liberales, y con múltiples efectos positivos. Al fin y al cabo, en los felices veinte coincidieron, para legitimar aquel mandato, la bonanza económica, un final victorioso de las campañas en Marruecos, el fomento de las obras públicas y la brillantez de las exposiciones internacionales de Barcelona y Sevilla. Su contraste con el interminable franquismo, erguido sobre una carnicería y una mísera postguerra, reforzaba ese halo.

Tras las valoraciones favorables subyacía asimismo la vigencia de las diatribas regeneracionistas que, al denigrar el sistema constitucional de la Restauración –controlado por oligarcas y caciques—, había facilitado una acogida expectante del pronunciamiento. Primo se erigía, con mejor o peor fortuna, en el cirujano de hierro destinado a extirpar el cáncer caciquil. Algunos de los especialistas más influyentes sostenían que el liberalismo dinástico estaba ya agotado y no quedaba otra salida, o que la militarada no significaba sino la continuación, por otros medios, del dominio oligárquico tradicional. Los paladines del monarca, que nunca escasearon, añadían que don Alfonso, ajeno a las conspiraciones, tuvo que plegarse a los deseos de la opinión pública y por eso traicionó la Constitución que había jurado defender. Los errores, si los hubo, quedaban perdonados por el patriotismo de los implicados, que evitó una temprana guerra civil y trajo un remanso de paz laboral.

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Estas bendiciones encontraron algunos obstáculos, que han crecido conforme avanzaban los estudios sobre el periodo. El análisis de la vida política de la Restauración decantó juicios más ponderados, que junto a las prácticas fraudulentas y a la inestabilidad gubernamental destacaron su relativo respeto a derechos y libertades, como la de prensa, o su capacidad para integrar fuerzas diversas, del catalanismo conservador al reformismo republicano. La revitalización del parlamento, que abrió investigaciones sobre la desastrosa derrota frente a los marroquíes en Annual, o el avanzado programa del último gabinete liberal, que incluía reformas constitucionales y sociales, avalaban ese optimismo, e incluso una hipotética transición a la democracia. En cualquier caso, el triunfo del golpe no parecía ya inevitable, más aún cuando Alfonso XIII pudo abortarlo: con la mayoría de las guarniciones dispuestas a obedecerle, su temprano respaldo al gobierno y el castigo a los sediciosos habrían enderezado la situación. Pero el monarca desconfiaba del parlamentarismo, que consideraba caótico y débil ante las amenazas subversivas procedentes de Moscú, y que en España se atrevía además a poner en cuestión su propio manejo del ejército colonial. A la altura de 1923, compartía los valores de los golpistas y barajó convertirse él mismo en dictador.

Más aún, los análisis de la dictadura han revelado sus debilidades, como la incapacidad para alumbrar un nuevo marco institucional, causada por las discrepancias entre sus partidarios. O una nacionalización tan intensa como contraproducente. A partir de cierto momento, sus contrarios se multiplicaron con rapidez, desde los viejos liberales y los militares agraviados hasta los estudiantes rebeldes ante su política clerical o los catalanistas aplastados por una persecución inmisericorde. No hay duda de que la apuesta por Primo costó el trono a Alfonso XIII, descalificado no ya para encabezar una monarquía parlamentaria, sino también para retornar a la normalidad constitucional. A la caída del general, el republicanismo subió como la espuma. Pero los investigadores también han comprobado cómo a su sombra se consolidó una derecha españolista, católica y autoritaria, que nutrió el monarquismo durante la Segunda República y también un nacional-catolicismo franquista servido, no por casualidad, por sus cuadros políticos e intelectuales.

A menudo se han subrayado las diferencias entre el primorriverismo y las fórmulas fascistas. La dictadura española se impuso a través de un cuartelazo, no de la emergencia de un movimiento de masas; sus políticas fueron más conservadoras que totalitarias y, lejos de inaugurar una religión política, se conformó con apoyarse en la Iglesia. Primo de Rivera admiró la Italia de Mussolini y algunas de sus medidas se inspiraron en ella, como el dirigismo económico, pero en sus estructuras corporativas prefirió atraerse a los socialistas antes que fundar sindicatos oficiales. Definía así uno de los proyectos antiliberales y nacionalistas que recorrieron Europa, donde los fascismos tuvieron un papel secundario hasta la década de los treinta, aunque no debería despreciarse su influjo. Su hijo José Antonio terminó por acaudillar la versión española del fenómeno.

El centenario ha servido para dar a conocer trabajos muy valiosos sobre la etapa dictatorial. Saldrán más, y seguro que no faltan a la cita los partidarios de limpiar a Alfonso XIII de toda mácula o de ponderar las ventajas de un tirano benevolente. No vendrían mal, por ejemplo, más indagaciones sobre la corrupción de los primistas. Por ahora, podríamos afirmar que aquel pronunciamiento interrumpió experiencias constitucionales y civiles en vigor durante más de un siglo e hizo muy difícil hallar en España unas reglas de juego comunes, acordadas por derechas e izquierdas. Primo de Rivera y sus seguidores abrieron la caja de los truenos, pues rompieron el frágil equilibrio anterior y resucitaron la era en que los cambios de régimen se originaban en cuarteles y barricadas. Desde 1923, nadie se privó de recurrir a la violencia política, de nuevo una herramienta aceptable para alcanzar el poder. Lo intentaron liberales, conservadores, republicanos y monárquicos, todos con sus respectivos aliados castrenses. Lo acabarían logrando, no sin dificultades, quienes se sublevaron contra la República en 1936. Al menos por estas razones, en expresión de Mercedes Cabrera, el golpe que hoy conmemoramos debería verse como uno de los momentos catastróficos de nuestra historia.

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