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Miguel Primo de Rivera: el macho patriótico que quiso imponer su modelo de masculinidad

El historiador Alejandro Quiroga, que acaba de publicar un libro sobre el dictador, nos recuerda en este texto que el vínculo entre la imagen de lo masculino y la identidad nacional es más antiguo de lo que sugiere la acalorada actualidad

El general Miguel Primo de Rivera en al Campo de Tiro de Ulia, en San Sebastián, en 1928.
El general Miguel Primo de Rivera en al Campo de Tiro de Ulia, en San Sebastián, en 1928.ALAMY (Alamy Stock Photo)

Las identidades nacionales y de género han estado en el centro del debate político español en las últimas décadas. La discusión ha sido, y está siendo, compleja y acalorada, pero no por ello novedosa. Hace aproximadamente un siglo la dictadura de Primo de Rivera puso las identidades patrióticas y de género en un primer plano político al promover unas nuevas “masculinidades nacionales” vinculadas al militarismo, la moralidad cristiana y el autoritarismo. Los primorriveristas estaban convencidos de que la necesaria regeneración del país pasaba por la restitución de una virilidad supuestamente perdida años atrás. De hecho, los vínculos entre la recuperación de la virilidad patria y el resurgir nacional fueron señalados desde el primer día de la dictadura. En su Manifiesto al país y al Ejército, del 13 de septiembre de 1923, la proclama que justificó el golpe de Estado, Primo de Rivera incluyó la siguiente frase: “Este movimiento es de hombres: el que no sienta la masculinidad completamente caracterizada, que espere en un rincón, sin perturbar los días buenos que para la patria preparamos. Españoles: ¡Viva España y viva el Rey!”.

Con semejante declaración de principios en el origen de la dictadura, no es de extrañar que la propaganda oficial presentara posteriormente a Primo de Rivera como el líder providencial que había salvado a la patria de la descomposición, además de como militar viril de actitud caballerosa, buen católico y considerado padre de familia. Al marqués de Estella le gustaba mostrarse ante la prensa como un hombre sencillo, que cenaba con sus hijas en casa y que, alguna noche, se acercaba desde su residencia del palacio de Buenavista a rezar a la basílica del Cristo de Medinaceli. Es más, el éxito del desembarco de Alhucemas en septiembre de 1925 fue explicado tanto por las invocaciones del dictador a la Providencia para que le asistiera en la guerra de Marruecos como a la virilidad y la gallardía del dictador, elementos todos aparentemente mucho más importantes para derrotar a los rifeños que la ayuda militar francesa. Así, el decreto que concedió al marqués de Estella la Gran Cruz Laureada de San Fernando por su triunfo en Alhucemas hablaba de “la voluntad férrea, el valor sereno, la prodigiosa inteligencia, [y] la competencia militar insuperable del general Primo de Rivera”, quien “asumiendo gallardamente todas sus responsabilidades” había conseguido guiar al Ejército español hacia la victoria.

“El que no sienta la masculinidad por completo caracterizada, que espere en un rincón”

Miguel Primo de Rivera

La promoción de este tipo de masculinidad nacional por el dictador y sus propagandistas tenía el objetivo de restaurar un orden social y sexual que se consideraba seriamente amenazado en la década de los veinte del siglo pasado. En la Europa latina, las soluciones pasaban, en palabras de Primo, por “restablecer el buen sentido, levantar el principio de autoridad, vigorizar la moral ciudadana, establecer normas de ordenación nacional [y] fortalecer la subordinación del individuo a la sociedad”. Esta “masculinización de la política” buscaba responder a lo que se entendía como un proceso de debilitación de España producido por un “afeminamiento” del país y contrarrestar la figura del donjuán, identificada con la falta de ideales y el caos civilizatorio. Como señaló el primorriverista Ramiro de Maeztu, el Tenorio representaba el orgullo egoísta, el instinto libidinoso, el desarreglo sexual que conducía al desorden social revolucionario; o, en palabras del escritor vitoriano, “no abre don Juan la boca sin que le caiga la baba al bolchevique que vive dentro de cada hombre”.

El problema para el régimen fue que, a los ojos de muchos españoles, Primo de Rivera era precisamente una especie de don Juan. Frente al buen padre de familia de estricta moral católica que el presidente del Gobierno decía ser, los rumores sobre sus amoríos varios, su afición al juego y su gusto por las fiestas daban una imagen muy distinta del dictador. Las contradicciones entre el modelo de masculinidad nacional primorriverista y la vida privada del dictador pronto fueron muy evidentes para amplios sectores de la opinión pública. Ya en enero de 1924, Primo de Rivera intervino personalmente para que se pusiera en libertad a una conocida madama amiga suya apodada La Caoba, que había sido detenida por tráfico de drogas. Ante la negativa del juez y las posteriores reticencias del presidente del Tribunal Supremo a seguir las indicaciones de Primo de Rivera, el marqués de Estella forzó el cese de ambos magistrados. Es más, Primo de Rivera justificó ante la prensa su defensa de La Caoba y declaró que lo volvería a hacer, ya que tenía “a gala de su carácter haberse sentido inclinado toda la vida a ser amable y benévolo con las mujeres”. Las explicaciones del marqués de Estella no hicieron más que reforzar en el imaginario popular la figura del dictador como un mujeriego.

El escándalo de La Caoba le sirvió a la oposición al régimen para presentar a Primo como un habitual de los prostíbulos y de los bajos fondos madrileños. La afilada pluma de Vicente Blasco Ibáñez describió al presidente como un “eterno tertuliano de las casas de juego y las casas de ventanas cerradas donde se expende el amor fácil”; como un hombre dispuesto a sacar de la cárcel a una “trotadora de aceras”, que traficaba con cocaína y otros estupefacientes, aunque para ello tuviera que reprobar a un juez y jubilar al presidente del Tribunal Supremo.

Otros republicanos en el exilio, como Miguel de Unamuno, estuvieron siempre dispuestos a recordarle a Primo que el suyo era un régimen que había manchado la bandera española “con sangraza de asesinatos, con bilis y baba y pus de envidia cainita, con vomitonas de juerguistas, con drogas de rameras, con tinta de groserías y calumnias oficiales”. El filósofo bilbaíno pidió a “las mujeres españolas” que libertaran a la patria “echando a escobazos al chulo ese de casas de lenocinio, al que cobra el barato y saquea el menguado tesoro de la nación”.

Parece claro que la muy ácida crítica de los republicanos a las masculinidades nacionales primorriveristas tuvo una repercusión significativa en España, entre otras cosas porque el propio Primo se encargó de atacar a estos opositores en declaraciones a la prensa y de movilizar a sus seguidores para que se manifestaran contra los “malos españoles” que, desde Francia, se atrevían a fustigarle tanto a él como a Alfonso XIII.

Pero pese a los esfuerzos por convertir esta masculinidad nacional de corte autoritario, monárquico y católico en hegemónica, las políticas primorriveristas acabaron por producir los efectos contrarios a los buscados. A la altura de 1931, amplios sectores de la población apostaron por una España democrática, republicana y laica en las antípodas del modelo dictatorial. No sería hasta julio de 1936 cuando muchos aspectos del arquetipo de masculinidad nacional primorriverista volverían con fuerza de la mano de los generales sublevados. Sin embargo, en esta ocasión el modelo de macho patriótico sería impuesto a sangre y fuego y acabaría por condicionar la vida de los españoles durante décadas.

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